Usted sabía que hay discos de oro y de platino, pero ignoraba que existieran los discos de uranio. Pues pocos, pero los hay. De hecho, sólo existen cuatro en el mundo: dos en manos de los herederos de Michael Jackson, uno repartido entre la plantilla de Queen, y otro en posesión de Raphael. Es el selecto club de los artistas que han superado los 50 millones de copias vendidas. Cómo llegó aquel chaval jiennense, El divo de Linares, a la cima de la gloria, es un relato que excede con mucho el espacio de esta página.
Habría que remontarse a aquella España que se quitaba el hambre a bofetadas, al año 1944 en que la familia de Miguel Rafael Martos Sánchez se traslada a Madrid, donde también había miseria y frío como en Linares, pero también oportunidades. Nacido para cantar, el niño prodigio no tardó en destacar en el coro al que lo apuntaron con tres años, y a los nueve ya era escogido como la mejor voz infantil en un concurso en Salzburgo.
Este éxito precoz debió de alentar al joven, que en adelante iría abriéndose camino a fuerza de certámenes y premios: tres obtuvo en el Festival de Benidorm, y dos veces seguidas -1966 y 1967- representó a España en Eurovisión. Por entonces, ya había el de Linares perfilado sus señas de identidad: el nombre artístico de Raphael, con esa grafía anglosajona de la ph a modo de tributo a la discográfica Philips; la indumentaria negra de pies a cabeza, de luto perpetuo, y esa puesta en escena histriónica, afectada, llena de muecas y de ambigüedad, de paseos felinos sobre las tablas y aspavientos febriles. Una estética que, andando el tiempo, serían una mina para los imitadores profesionales, ninguno de los cuales, por cierto, llegó jamás a imitar a Raphael tan bien como el propio Raphael, maestro de la autoparodia capaz de tomarse en serio a sí mismo.
También se había encargado aquel Raphael de las postrimerías del franquismo de fichar a dos cracks como el orquestador Waldo de los Ríos y el rey midas de la composición, Manuel Alejandro. Con la potencia vocal y el carisma del cantante, los éxitos se sucedieron -Yo soy aquel, Hablemos del amor, Mi gran noche, Estar enamorado...- mientras el país columbraba un nuevo horizonte democrático.
Con el cambio de era, se avecinaba una nueva ola de sonidos rockeros y tecno que amenazaba arrinconar a la vieja escuela. Fue una de las primeras oportunidades que tuvo Raphael para demostrar su capacidad para mantenerse en el candelero. Apuró la veta tardorromántica con divisas como ¿Qué tal te va sin mí? o Como yo te amo, y a mediados de los 80, en plena movida macarra, se buscó un letrista todavía más edulcorante y torturado como Perales, que volvió a catapultarle con temas como Y... ¿Cómo es él? o Yo sigo siendo aquel.
Todavía tendríamos que ver un nuevo alarde del ave fénix Raphael principiando los 90. Cuando muchos lo daban por acabado, carne de prensa rosa -se retrataba regularmente acompañado por su leal esposa, Natalia Figueroa, y sus hijos- pero incapaz de aportar nada a la música, explotó con el hit Escándalo, el descubrimiento de un Raphael bailable, marchoso y desinhibido como nunca.
El resto, el debut de su hijo como cantante, la boda de su hija con un vástago de José Bono, su voz en el anuncio de Acquarius, son asuntos menores. Pero no hay que fiarse: en cualquier momento, Raphael puede volver a dar el campanazo. Ya tiene más que demostrado que sigue siendo aquél.