El presidente del PP, Mariano Rajoy, ayer en Sevilla.-->--> --> Hay actos de justicia que vienen a deshacer, de un modo retrospectivo, otras muchas y veteranas injusticias. El premio Nacional de Poesía que recayó ayer sobre Francisca Aguirre (Alicante, 1930) es justo, ante todo, por las bondades del libro que reconoce, Historia de una anatomía (Hiperión). Un libro que es el resultado coherente de toda una vida escribiendo versos, dando forma a una voz personalísima y buscando una verdad que cobra cuerpo en un discurso lírico tan intenso como depurado, tan sobrio como deslumbrante.

Aguirre ha ganado el Nacional con justicia por la sencilla razón de que su libro era el mejor de los publicados en el último año, según el criterio del jurado y de sus lectores. Pero, como se ha dicho, el premio podría entrañar en sí mismo otros valores dignos de aplauso. Podría ser, por ejemplo, un reconocimiento implícito a la familia Aguirre, empezando por aquel padre, el pintor Lorenzo Aguirre, que desde su exilio en Francia regresó a España confiado en la promesa del franquismo de que ningún republicano sin delitos de sangre habría de temer represalias, y que se vería abocado a compartir celda con Miguel Hernández y a una muerte cruel a garrote vil.

Podría ser un reconocimiento a esa esposa y esas hijas que pasaron todas las penurias y miedos que una posguerra feroz reservó al bando de los perdedores, y cuyos desasosiegos son una estremecedora constante en la obra de Paquita, como la conocen sus amigos. Con este galardón se le da también su sitio, qué bien y qué para siempre, a las mujeres poetas de la generación que cronológicamente correspondería al 50, las mismas que fueron medio marginadas por sus coetáneos, muy débilmente acogidas por las sucesivas generaciones de hacedores de versos y por completo desconocidas para las últimas hornadas de la lírica española.

El Nacional de Poesía 2011 lo ha ganado, también, una autora admirable que ha desarrollado su quehacer literario de una forma que cabría calificar de discreta, si no de silenciosa, ajena a las modas, siempre fuera del foco y acostumbrada a los márgenes. Esposa del poeta Félix Grande, y madre de la también poeta Guadalupe Grande, el nombre de Francisca Aguirre ha circulado durante décadas entre los lectores casi como una consigna secreta.

No es que no haya conocido los premios, todo lo contrario: su poemario Ítaca obtuvo el Leopoldo Panero; los relatos autobiográficos Que planche Rosa Luxemburgo, el Premio Galiana; su Pavana del desasosiego, el Premio María Isabel Fernández Simal; sus Nanas para dormir desperdicios, el Premio Ciudad de Valencia; y antes de este Nacional, Historia de una anatomía se llevó el el premio Internacional de Poesía Miguel Hernández y el premio Estado Crítico al mejor poemario del año, concedido precisamente en Sevilla. No obstante, faltaba un espaldarazo de esta envergadura no para dar lustre a una poesía que se defiende muy bien sola, sino para sacarla de una vez de ese arcén donde parecía confinada en beneficio de otras poéticas bastante más pobres y, desde luego, mucho más efímeras.

Cuando Félix Grande ganó el premio Nacional de las Letras en 2004, un buen amigo de la familia como Paco de Lucía escribió en El País que "Paca escribe muy bien, es muy buena poeta. Y yo espero que el año próximo el premio nacional se lo den a ella". Difícilmente podía imaginar el genio de las seis cuerdas que su profecía se cumpliría, aunque fuera siete años más tarde.

Este premio se antoja, asimismo, un homenaje a las mujeres españolas, o simplemente a las mujeres, por más que haya quien se empeñe en sostener que éstas han sido ya más que reconocidas. En la obra de Paca Aguirre, desde su subyugante summa poética Ensayo general a su conmovedor Espejito, espejito o el citado Que planche Rosa Luxemburgo, es un espacio en el que pueden reconocerse las universitarias de Oxford y las más humildes amas de casa, tal vez porque la autora, que vive en una casa madrileña cuya principal característica es un infinito pasillo tapizado de libros, les ha pasado el paño mil veces antes y después de leerlos: no sólo a sus venerados Antonio Machado, César Vallejo y su maestro Luis Rosales, sino a todos los ensayos, las novelas policiacas y de ciencia-ficción imaginables.

Hay, en fin, un ser humano admirable, querido por todos, que se lo merecía. Es la compañera de armas y de letras que compartió risas y llantos no sólo con José Hierro, Jorge Luis Borges, Fernando Quiñones, Diego Jesús Jiménez, Ernesto Sabato, Julio Cortázar y tantos otros llorados escritores, sino también con sus sufridas esposas. Es la mujer que siempre tenía la mano tendida para todos, el techo hospitalario y la mesa puesta, lo mismo para los premios Nobel que para los advenedizos que llamaban a su puerta. Le tocaba desde hace mucho, pero le ha caído a los 81 primaveras. Si no hay razones para tamaño acto de justicia, que baje ese tal dios y lo vea.