Local

El terrorista en el lavabo

No resultan fáciles de entender los mecanismos que en determinadas ocasiones nos mueven a hacer las cosas. Me refiero no a los actos que están movidos por el interés económico, el poder o los instintos.

el 15 sep 2009 / 02:47 h.

No resultan fáciles de entender los mecanismos que en determinadas ocasiones nos mueven a hacer las cosas. Me refiero no a los actos que están movidos por el interés económico, el poder o los instintos. Éstos son sencillos de escudriñar. Hablo de otro tipo de asuntos, aquéllos cuya motivación se pierde en las profundas aguas del inconsciente individual o colectivo.

¿Qué es lo que hay en la mente de un pistolero de ETA cuando decide empuñar el arma y disponerse a disparar?, ¿qué chispazo se produce en las neuronas de un terrorista suicida al dinamitarse y llevarse con él tantas vidas inocentes? Y dándole la vuelta a la tortilla, ¿por qué lloran los deportistas al escuchar el himno de su nación en una Olimpiada? o ¿qué nos pasa al escuchar un aria de Puccini, por qué se nos pone la piel de gallina?

Y puede suceder, incluso, que el mismo asesino que ha aniquilado a un semejante humano se emocione al escuchar el Réquiem de Mozart. Comprenderlo no es sencillo. Pensar que dentro de cada uno de nosotros existen cohabitando tantos individuos es algo que a la vez que fascina produce una cierta sensación aterradora.

Me he imaginado muchas veces a un terrorista desayunando, mirándose en el espejo o sentado en el váter. He reflexionado sobre ello y, claro, me ha resultado una imagen familiar. Al fin y al cabo, todos nos parecemos mucho cuando estamos sentados en el váter. No engaño si digo que imaginar a alguien en esas circunstancias puede resultar incluso hasta entrañable.

Mi imaginación, siempre desbordada, ha ido más allá. Lo he visto vistiéndose, bajando las escaleras, pisando las calles, parándose en los semáforos para cruzarlas. Lo he visto como si fuéramos tú o yo.

Y de pronto me lo he imaginado llegando a una calle solitaria, mirando el reloj, esperando que saliera una sombra de un portal. Lo he visto cómo sacaba una pistola, se dirigía pausadamente y por detrás a un ser humano que, como él, se había levantado un rato antes, se había mirado al espejo y se había sentado en el váter. Horrorizado he comprobado cómo le daba un tiro en la nuca y cómo después salía corriendo.

Entonces, mi imaginación ha dejado de interesarse por el espectro que huía, pues no merece ni un segundo más de mi atención, y sólo le ha interesado la vida que repentinamente había dejado de ser; esa vida que ya no se podría volver a emocionar con Puccini ni con Mozart, ni volvería a mirarse en el espejo. Esa vida que ya simplemente no sería.

Entonces, he recordado que importan poco las motivaciones y mucho los actos, y que nadie que justifique el terrorismo como instrumento de acción política debe ocupar puesto alguno de representación política. Por el bien de todos, para que podamos seguir mirándonos al espejo con dignidad.

Profesor de Derecho Constitucional

  • 1