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El toreo según Manzanares

Por culpa de la espada tan sólo cortó una oreja, premio insignificante para la magnitud que tuvo su faena, donde también Sebastián Castella obtuvo un trofeo.

el 18 abr 2010 / 20:58 h.

FICHA DEL FESTEJO

 

Se lidiaron seis toros de El Pilar y el hierro filial de Moisés Fraile, de enormes esqueletos y bien presentados. El primero resultó manso total y el segundo fue muy a menos pero el resto del encierro brindó muchas posibilidades: el tercero se paró antes de tiempo y el cuarto, noble, estuvo algo falto de recorrido. Los mejores fueron el quinto, de gran clase, y el sexto, muy noble y de enorme duración.

Manuel Jesús El Cid, silencio y pitos.

Sebastián Castella, silencio y oreja.

José María Manzanares, ovación tras aviso y oreja.

Cuadrillas: Saludaron en banderillas Curro Javier, Trujillo y Curro Molina.

Incidencias: La plaza se llenó en tarde muy nublada y aunque llovió copiosamente antes del festejo, el agua respetó todo su desarrollo.


Como cuatro o cinco golpes de brisa tibia, Manzanares inició su recital con un ramillete de ayudados bajos y altos que cosió a un enorme pase de pecho. Sin solución de continuidad, con toda la orquesta afinada, el alicantino se fue a los medios para coger la batuta y abrir los pistones de todos los metales. Era la obertura operística, más de Verdi que de Wagner, de una faena que comenzó a brotar en tres sensacionales derechazos y un pase por alto de aroma caro.

Cada vez más encajado, más armonizado con la noble embestida del toro charro, Manzanares toreó y toreó para sí mismo en un torrente creciente que saltó por encima de los de pecho y de los cambios de mano trocados en escultura griega, hasta ralentizarse en una serie que fue puro pulso, nuevas caricias para un toro de enorme duración que no se cansó de embestir. Se quebró en parte la tensión argumental cuando el torero se echó la muleta a la mano izquierda pero un sensacional pase de pecho devolvió el ritmo a un trasteo al que aún le quedaba un largo epílogo: un trincherazo trocado en molinete y un derroche de ayudados postreros que levantaron al personal de los asientos. Pero la espada no quiso entrar a la primera y el segundo trofeo que ya tenía agarrado acabó volando. No importó; la faena estaba hecha y el público se partió las manos aplaudiendo en una apoteósica vuelta al ruedo. Y es que Manzanares había acariciado la Puerta del Príncipe. Antes podía haber cortado otro trofeo del tercero de la tarde, un toro que no terminó de romper hacia adelante y que se acabó parando. En el trasteo hubo más principios que finales, pero allí quedaron varias perlas marca de la casa para el deleite del público sevillano.

Sebastián Castella se le había adelantado en el marcador. Ya había cortado una oreja al quinto de la tarde, un toro de excepcional clase y enorme calidad y profundidad en sus embestidas al que administró un notable trasteo al que faltó ese poquito de más para alcanzar la excelencia. Castella inició esta faena, demasiado estereotipada, con el clásico pase cambiado por la espalda antes de enjaretarle varias series de correcta factura que enseñaron la calidad del toro por ambos pitones. Hubo muy buenas fases en la labor del francés, que hasta toreó con enorme regusto en el final de su faena, abrochada con una muy buena estocada que no terminó de desatar el entusiasmo del público, que pidió para él una oreja que quedaría borrada después por el despliegue sinfónico de José María Manzanares. El segundo de la tarde salía muy distraído de los muletazos y no dio demasiadas opciones al diestro galo. Ese fue uno de los dos únicos lunares de un gitantesco y completísimo encierro de El Pilar que, sin la alta nota registrada el pasado año, volvió a brindar una amplia baraja de posibilidades para el triunfo de la terna.

Desgraciadamente la tarde también alumbró una mala noticia. Y aunque la leña del árbol caído sólo alimenta la hoguera de los mediocres no hay manera de tapar o justificar ya el mal momento por el que atraviesa El Cid, un torero al que nadie le ha regalado nada. Debería darse una tregua a sí mismo. No puede permitirse la rechifla del público, inmisericorde con las dudas evidentes que mostró el de Salteras con el cuarto, un toro de fondo noble que se quedaba un pelín corto. Supo taparse más con la faena gestual -más escénica que real- planteada al manso que abrió el notable encierro de El Pilar. Pero Manuel sufrió en sus carnes el abandono absoluto del público que, con el de Madrid, lo lanzó al estrellato no hace tanto. Debía pensárselo.


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