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El tormento y el éxtasis

El diestro camero Curro Romero recibe esta tarde el premio taurino instituido por el Ayuntamiento de Sevilla el pasado año

el 29 sep 2014 / 10:00 h.

CURRO ROMERO El diestro Curro Romero, duplicado en el espejo en su casa de Gines. / Paco Cazalla   Curro Romero, el Faraón de Camas, sucederá esta tarde al maestro Pepe Luis Vázquez en la nómina del premio taurino instituido por el Ayuntamiento de Sevilla, que suma su segunda edición. Las bases oficiales del galardón nos ponen en la pista de la verdadera trascendencia de un reconocimiento que invoca el acuerdo del pleno municipal del 30 de marzo de 2012. Aquella fecha, la Tauromaquia quedó declarada “Patrimonio Inmaterial de la Ciudad”. Curro Romero, que ya formaba parte de la memoria sentimental y colectiva de los sevillanos, se convierte así en parte de su propia herencia cultural. Este no es el primer homenaje que recibe el camero. Seguramente tampoco será el último. La consecución de este reconocimiento se viene a sumar a la larga lista de honores que ha ido cosechando el lidiador desde aquella retirada algabeña de octubre del año 2000. La noticia de su despedida, que no esperaba nadie en esa forma, estuvo precedida de las conocidas desavenencias y desencuentros con los nuevos aires que llegaban a la plaza de la Real Maestranza. Definitivamente, también estuvo forzada por la dictadura inapelable del calendario. El propio Curro, después de contemplar la fortísima voltereta que había sufrido Morante –que alternaba con él en aquella última tarde– comprendió que su larguísima vida taurina no se podía estirar más. Había llegado el final. curro-romero El maestro, en su última actuación en la Maestranza deSevilla, en mayo de 2000. / Rodríguez Aparicio La carrera de Curro ha viajado entre el tormento de las tardes más aciagas y el éxtasis revelado en aquellas ocasiones que surgía el acople con los toros. Así se forjó la leyenda de ese caro y raro tarrito de las esencias que se derramaban de tarde en tarde creando ese inconfundible clima de felicidad colectiva cada vez que se obraba el milagro. En contraposición, el aficionado prometía odios –siempre con la boca pequeña– cuando el torero tiraba por la calle de en medio en las tardes más aciagas. Esa dualidad, tan hispalense, terminó de convertir al torero en un elemento más del ritmo pendular de una ciudad que repite, puntualmente, sus ritos heredados. La figura de Romero ha ido mucho más allá de su vida sencilla vida personal. Goza desde hace algunos años de esa escultura fundida en bronce por Sebastián Santos –basada en una conocidísima fotografía de los Arjona– que retrata el particular empaque del camero. Y es que pesar de sus desigualdades, la herencia taurina de Romero se ha convertido en uno de los referentes inexcusables del tronco torero sevillano y su prolongada carrera ya se había visto recompensada, entre otras distinciones, con su nombramiento como académico de la Real de Bellas Artes de Santa Isabel de Hungría de Sevilla. Pero hay que retroceder en el tiempo para evocar la extensa y zigzagueante trayectoria del torero camero, que debutó en público –el pasado 25 de julio se cumplieron 60 años justos– en la desaparecida y recordada plaza de La Pañoleta por la que hoy pasa uno de los viaductos de la autopista de Huelva, junto a la bodega de San Rafael que oficia de testigo de un tiempo y un paisaje que se fue. El debut en la plaza de Sevilla llegaría en el 57, sustituyendo al anunciado Mondeño. Dos años después, el 18 de marzo de 1959, Curro Romero hacía el paseíllo en la plaza de Valencia entre el recio diestro toledano Gregorio Sánchez, su padrino, y el valiente ecijano Jaime Ostos para estoquear un encierro del Conde de la Corte. Para entender la trascendencia del momento hay que situarse en la bisagra mágica de un cambio generacional que traía nuevos aires al toreo. Estaba a punto de comenzar la década prodigiosa, la llamada Edad de Platino. Romero había llegado a su alternativa valenciana cuajado de edad y con aura de torero distinto aunque aquella corrida fallera transcurrió sin pena ni gloria para el nuevo matador. Pero pocas semanas después estaba anunciado en la Feria de Abril. Curro iba a obtener un resonante éxito después de haber sido espectacularmente cogido en el primer tercio de la lidia. Ahí estaba comenzando su historia como diestro de alternativa pero, ojo, también era el estreno de la gerencia de Diodoro Canorea, que marcaría profesional y personalmente toda la carrera del diestro camero. Aquella tarde abrileña de 1959 también marcó otras constantes. Era el inicio del larguísimo y tortuoso romance de Curro Romero con su plaza de la Maestranza. El torero no volvería a faltar nunca más a la Feria de Abril hasta el año de su retirada, revalorizando y convirtiendo en acontecimiento –en feliz simbiosis con las ideas de don Diodoro– la corrida del Domingo de Resurrección hasta el año de su despedida. Era el comienzo de una relación de amor y odio, de cimas y simas , de broncas y reconciliaciones que ya había escrito su propio guión mucho antes de que el Faraón –que siempre gozó de buenos y fieles partidarios– se convirtiera en un personaje que saltaba las vallas del ámbito taurino; antes de que rompiera el halo de misterio que rodeaba su figura discreta y alejada de todos los focos sociales en los que hoy es figura constante acompañado de su segunda mujer, Carmen Tello. Hay que volver a descender en la escala del tiempo: si los 60 son los años de plenitud –no exentos de escándalos puntuales como el toro que se niega a matar en Madrid dando con sus huesos en la cárcel– los 70 y 80 son los años del Curro Romero de los almohadillazos y los escándalos que se alternan con triunfos tan aislados como resonantes que van dando forma definitiva al mito. Un mito que acaba superando al torero hasta convertirle en una pieza más del ciclo festivo sevillano, que no se podía entender sin su presencia en los carteles del Domingo de Resurrección, redondeando los días de la Semana Santa y conviertiéndose en un incierto heraldo de la Feria de Abril y la Pascua Florida. Esas corridas pascuales se convierten en citas de lujo –antes eran tardes de mero relleno– gracias a la persistencia del camero, cabeza obligada de un festejo que le debe mucho y al que –hasta hace muy poco– todos se querían apuntar. Ese Curro al borde de la navaja, que convierte sus éxitos aislados en acontecimientos legendarios consigue pasar una raya invisible para situarse más allá del bien y del mal a la vez que se convierte en tótem sagrado de la mitología hispalense. Pero Sevilla lo hizo su torero desde el principio. Al año siguiente de su alternativa había quedado inicialmente fuera de la Feria de Abril, que hubo de ampliarse a última hora para dar cabida al camero. El día del Corpus de ese mismo 1960 abre por primera vez la Puerta del príncipe después de cortar dos orejas a un sobrero de Tassara. Esa puerta la traspasaría hasta cinco veces a lo largo de su larguísima e irregular trayectoria en la que también se anotan siete salidas a hombros en plaza de Las Ventas de Madrid. Después vendrían 42 temporadas entre la genialidad y el ostracismo; entre las apoteosis y las espantadas. Curro había firmado su epílogo taurino en 1999, al cortar dos orejas por última vez en su Maestranza. En 2000 fue el adiós en una noche que hizo incendiar las líneas telefónicas al término de aquel festival a beneficio de Andex, organizado en desagravio de las polémicas ausencias que reventaron la feria de San Miguel de aquel año y prepararon el escenario de algunas situaciones y complicaciones que aún estaban por venir. Curro ha vivido plácidamente estos casi tres lustros de retirada. Ni siquiera ha vuelto a ponerse delante de una becerra de tentadero. Algunos achaques de salud han adobado las ocho décadas cumplidas en medio del reconocimiento unánime. Hace cinco años, al cumplirse medio siglo su alternativa, el torero explicaba en las páginas de El Correo algunas claves de su larga carrera: “Yo siempre he sido un torero muy irregular por mi forma de concebir y sentir el toreo. Con los toros que yo no veía tiraba por la calle de en medio y mis triunfos no han sido muy seguidos pero si me encontraba con un toro que me gustaba y me obedecía sí dejaba recuerdo”, relataba el camero evocando la impresionante nómina de toreros con los que llegó a alternar. “En aquellos años la baraja de toreros era impresionante: desde Ordóñez, Luis Miguel, Ostos, Diego Puerta, Aparicio, Litri... después de la época de Belmonte, Chicuelo o Curro Puya es la más completa. Yo llegué a torear hasta con Pepe Luis Vázquez y me mantuve a pesar de mis irregularidades”, explicaba Curro desvelando la auténtica piedra filosofal de su longevidad taurina. “Saber esperar es importante y el público y los aficionados ha sabido esperarme. Ése ha sido uno de los tesoros más importantes que he tenido en mi vida: que me esperen, que sepan esperarme, que mantengan la ilusión. No me desesperaba, sufría por dentro, podían contratarme menos, pero no me preocupaba. Lo que quería es seguir en esto sin traicionarme a mí mismo”.

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