A finales del siglo XIX, el antropólogo francés Emile Durkheim se percató de que en determinadas tribus australianas la veneración que se otorgaba a algunos animales no era fruto de una mente primitiva, atrasada e infantil sino que se debía a que este animal venerado era considerado como un tótem para la tribu en cuestión, porque la representaba frente a otras tribus y porque le permitía tomar conciencia de sí misma.
En Antropología se define al tótem como una persona o cosa que es objeto de un culto ferviente por parte de los miembros de un grupo étnico, no por sus propiedades intrínsecas, no por sus méritos o cualidades personales, sino simplemente por encarnar simbólicamente al grupo. Así, pues, el tótem es venerado no por lo que es, ni por lo que hace, sino por aunar en él a toda la sociedad. El tótem es algo o alguien concreto, visible, que representa algo invisible: la tribu misma o el país.
Averiguar cuál es el tótem español no es, en absoluto, misión fácil. Como el tótem puede encarnarse también en una persona, que es venerada como tótem por representar a la tribu, por ser su emblema, nuestra Constitución lo proclama cuando señala que el Rey como Jefe del Estado es el símbolo de su unidad y permanencia. Pero, como se suele decir, los tiempos no perdonan y provocan que todo cambie. Por eso, el tótem contemporáneo, que navega por Ibiza o que tanto ha esquiado en Baqueira-Beret, perdió buena parte de su magia totémica cuando su fotografía fue quemada en plena calle y su intimidad aireada en programas de telebasura.
En las sociedades occidentales se acude con frecuencia al deporte a la hora de buscar el tótem patrio. Alonso, Gasol, Nadal? podrían encarnar al tótem español si nos resultaran más cercanos y menos sosos. La selección de fútbol más que tótem es tabú. ¿Qué nos queda, pues? ¿El Corte Inglés, la piel de toro? En la época de la dictadura, Lola Flores, El Cordobés o, incluso, el Real Madrid encarnaron al tótem español, pero el implacable paso del tiempo, en los dos primeros casos, y el Estado de las Autonomías en el último imprimieron fecha de caducidad en aquellos símbolos patrios.
La bandera roja y amarilla tampoco es nuestro tótem, pues parte de la tribu no la ve como suya mientras que otra parte siempre la patrimonializa. El resto, o sea, la gran mayoría: no sabe o no contesta. Un himno sin letra bien podría representar lo que es España: más música -algo así como una melodía que nos suena a conocida- que palabra compartida -la omnipresente dificultad para definir empeños comunes-. Sería, pues, el tótem de la vacuidad y no nos serviría.
Pero desde hace algunas semanas, mi pesimismo totémico ha menguado, pues creo que hemos encontrado, por fin, el tótem adecuado para la España posmoderna en la que vivimos: un tótem que, al ritmo del chiqui-chiqui, baila el crusaíto y, además, es de ficción. En fin, un tótem chisgarabís.