Sevilla siempre metió a sus puntos negros en un túnel. Desde que le llegó la decadencia en el XVIII fue como las casetas de feria de las que escribía Galerín: se enseñaba la parte buena y se ocultaba lo demás. Gracias a esa fachada seguían llegando eventos, congresos? y, en medio de una situación sanitariamente catastrófica en muchos barrios llegó el regalo de la Exposición Iberoamericana donde Sevilla habría de remozarse urbanística y arquitectónicamente. Varios proyectos, desde el de Aníbal González de 1911 al de Talavera en el 23, intentaron asentar, de San Jerónimo al Cerro, a las decenas de miles de personas que arribaban en busca de trabajo. Pero eran pequeñeces que no conseguían encauzar un desbordamiento. Ahí nacieron ilegalmente Villalatas, La Bachillera o las chabolas junto a las tapias del cementerio que han acabado conformando El Vacie que, poco después, la dictadura de Primo de Rivera intentó blanquear con soluciones paternalistas. Pero Sevilla, siguiendo con su antigua costumbre de poner la parte noble de la caseta de escaparate mientras cocinaba atrás papas a la viuda, puso la vida de quienes allí moraban en corraleras graciosas; en vez de reconocer el hecho, lo endulzaba.
Se cantaba Villalatas, Villaplata, como se quiera llamar/ es un barrio que se vive sin dinero/ y se ahorran de pagar mensualidad? y tan tranquilos. Así, después de otros muchos episodios, se llegó a esa inmensa llanura de pobreza extrema, casi al lado de la Expo, que descubrimos solamente cuando nos equivocamos de calle al salir de un tanatorio del que también estamos deseando alejarnos. El comienzo de las obras para dotarla de agua corriente puede ser el principio del fin de una época, la que denunciara en 1910 Julio Cejador, y de una ignominia. A lo mejor es porque esta vez no se ha ocultado.
Antonio Zoido es escritor e historiador