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En la piel de la ciudad

Sevilla se puede redescubrir a través del sentido del tacto, el que dicen es ‘el sentido madre'.
Sus calles, el agua y el sol conforman la textura urbana. Sólo tiene que tocarla para vivirla

el 18 ago 2010 / 19:59 h.

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Mientras le acariciaba la espalda le dijo: "Tocamos el cielo cuando ponemos nuestras manos sobre un cuerpo." Nunca antes lo había pensado. Sí, el tacto es el mayor sentido del cuerpo; la piel, el más antiguo y sensible de los órganos, el protector más eficaz. Con esta idea salió a la calle.


Sevilla se viste ante los ojos con un color que dicen es especial. Este mediodía en la Macarena (son las 12.27 horas) apenas hay gente por la calle Sánchez Pizjuán, y el color no es el mismo que relumbraba hace dos días sobre las paredes del Parlamento de Andalucía. Entonces, antes de ayer, era más gris, como las propia fachada del edificio, que es porosa. Esto es tacto visual. Pero hoy quizás el color sí sea igual que el que la ciudad exhibió hace tres días, idéntico al que brillará mañana. Es por el sol, él aquí sí es especial, no el color.

El sol es también el responsable de conseguir que la idea con la que salió a la calle pronto haya sucumbido ante el sentido de la vista. Procura ahora no dejarse llevar por el olor, difícil tarea cuando se camina junto a tres contenedores que sudan por el calor. Otra vez el sol. Y piensa entonces que son nuestros sentidos los que elaboran la realidad, sin embargo, no sabe cómo es Sevilla a través del tacto. Sin duda, con la carencia está perdiendo la dimensión de su realidad, la de la suya y la de la propia ciudad. Ambos no entran en contacto.

Contacto, ponerse en la piel de otro, picar, pinchar, tener un roce, buscarle las cosquillas, ponerse los vellos de punta... Las referencias a la piel son numerosas en las conversaciones cotidianas, pero las palabras prácticamente impersonales al no saber si quiera cómo es una ciudad al tacto. Coge una bicicleta de la estación de Sevici situada frente al Arco de la Macarena y llega a una primera conclusión. Sevilla es elástica pero compacta, como la goma. Su grosor puede ser abrazado por una mano. Es elíptica, y tiene en sí figuras sobresalientes, como fideos, o rayos. Tiene la textura del puño de la bicicleta que más que en ningún otro sitio es el transporte ideal. Y es así por la llanura de su superficie y por el sol que ahora brilla y que a su vez calienta el manillar que en este momento la piel sujeta con tacto. Por la calle Resolana, la brisa del río en la piel de la cara también es Sevilla. Segunda conclusión: si tiene un color, el especial; un olor, el azahar; un sonido, el de la guitarra; y un sabor, el de la cerveza; contempla muchas texturas, por ser el tacto el sentido madre. Sin embargo, ni el chico invidente con el que ha hablado tras dejar la bicicleta en la estación de la calle Feria, frente a la sede de la Once, lo sabe: "No tengo ni idea", remacha.

En la Alameda de Hércules (son las 12.40 horas), la textura de la ciudad es fresca y líquida como el agua: Sevilla sale a chorros y pulverizada del suelo y se funde con unos pies sedientos; Sevilla se resbala en forma de gota por el vaso frío de cerveza y la mano tórrida que lo sujeta; Sevilla invade el interior de unas mejillas que palpitan ante el cambio térmico. El sol sigue presente; él continúa andando.

La calle Amor de Dios, sea por el amor o por la umbría, deja ver la importancia de la piel en las relaciones humanas: una pareja aprovecha la acera con sombra para juntar sus manos; una madre limpia la cara de un niño casi convertido en helado; un joven acaricia a su perro, también a una pelota. El recuerdo de la pelota le vuelve más adelante (a las 12.55 horas), cuando, tras descubrir que Sevilla es fuerte y gruesa como el material de las cadenas que custodian a la Giralda, suave y expresiva como la piel del caballo que junto a ella se encuentra, ha llegado al Barrio de Santa Cruz. Allí es rugosa, como la piel de las naranjas. Rugosa, enmarañada y sensible, como las losas del suelo en espiga y la cal de las fachadas de la calle Judería, la que mejor sabe proteger del calor de agosto.

Andando, andando, la piel lo siente. Llega a los Jardines de Murillo y se tumba en un banco para que el frío de los azulejos acaricie su espalda. Surge entonces la tercera y definitiva conclusión: "Tocamos el sol cuando ponemos nuestras manos sobre Sevilla."

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