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En una noche sin riberas

Como narró el mejor pregonero, "cruzan Sevilla impaciencias con formas de capas blancas y ruanes de Madrugada". Los tambores roncos de la Centuria llenan de ecos antiguos las calles de una ciudad que se prepara para esa noche sin riberas que navega entre el rigor del esparto y el lujo del merino. Llegó la Madrugá.

el 15 sep 2009 / 02:01 h.

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Como narró el mejor pregonero, "cruzan Sevilla impaciencias con formas de capas blancas y ruanes de Madrugada". Los tambores roncos de la Centuria llenan de ecos antiguos las calles de una ciudad que se prepara para esa noche sin riberas que navega entre el rigor del esparto y el lujo del merino. Llegó la Madrugá.

Sevilla renace de sí misma, más allá de la bulla, del botellón y de la masa de aluvión, para reencontrarse con lo mejor de los suyos cuando, pasada la medianoche, un río de alegría y antifaces de terciopelo morado y verde cruza bajo el arco de la Macarena. Como un milagro conocido, la Esperanza se convertirá en espejo de la memoria. Roma estrena galas y corazas nuevas; la Virgen de San Gil, con manto camaronero, retoma estampas de otro tiempo en la toca de cuarterones que le ha bordado Carrera Iglesias.

Sin solución de continuidad, después de una sola campanada, una cinta estrecha de nazarenos negros hace crujir el Centro de la ciudad, anticipando la salida de su Señor. Una saeta rompe el aire espeso por Alfonso XII; ingrávida, la cofradía del Silencio pide la primera venia en la Campana antes de que el Nazareno de la cruz de carey sentencie que no hay tiempo ni lugar, que la tiniebla sólo será vencida por la cera gastada, cuando "con las ojeras y ese rostro de mujer cansada, con ese andar de tacones doblados", la Macarena firme la mejor victoria sobre la muerte.

Las agujas de las dos se reflejan en el azogue oscuro del Guadalquivir. Otro revuelo de terciopelo, un romano de Triana, y otra Esperanza de color moreno que cruzará el puente camino de su cita con Sevilla. La cofradía de la calle Pureza anda de celebraciones: la vieja hermandad del Señor de las Tres Caídas, fusionada posteriormente con la de la Esperanza, cumple cuatro siglos y para celebrarlo, un escuadrón de Infantería de Marina escoltará al Cristo de los marineros.

La noche ya es una carrera y en la Campana, la ciudad saluda a sus cofradías. Los Gitanos ya están en la calle. La Saeta envuelve al Señor de la Salud y en la Magdalena, el mármol frío se pule con pies descalzos y alpargatas de esparto. El relente de la Madrugá es abrigado a duras penas por las túnicas negras. El crucificado de Ocampo, alumbrado por cuatro hachones, llena de severidad el camino que, sólo unos minutos después, será la pasarela del mejor desbordamiento según Triana.

La Madrugá va dando la vuelta. El Nazareno cruza la puerta de Palos; andan los Gitanos por Dueñas y las puertas de la Catedral se rinden ante la zancada inmensa del que todo lo puede. La Macarena rinde a la ciudad en la plaza y la noche es ya un viaje sin retorno de emociones rotas, de memorias viejas. Un vientecillo inoportuno barrunta la amanecida y los bencejos de la plaza de San Lorenzo ponen la mejor música a la recogida del Gran Poder. El Calvario aún no ha alcanzado su casa. Triana se abraza a Sevilla y los Gitanos ya han tomado la Campana. Dos barrios esperan a sus esperanzas. Es la mañana del Viernes Santo. Ya terminó la Madrugá.

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