Tamzim Townsend consigue siempre algo que en estos tiempos no resulta nada fácil, esto es, convocar a un público masivo y entregado incluso cuando, como en esta ocasión, se trata de un drama tan brutal como descarnado. Y es que, esta obra es una brutal denuncia al alcohilismo y, lo que resulta más interesante, a la hipocresía de nuestra sociedad que, primero lo fomenta para luego rechazarlo.
Los personajes son una pareja unida por su adicción. Un hombre y una mujer débiles y dependientes de la aceptación social a los que el alcohol acaba enfrentando a un cruel y complejo proceso de autodestrucción. Sin embargo, la suya es una auténtica historia de amor que, por desgracia, la Townsend no sabe contar.
Y es que si algo domina en este drama es la tensión, una tensión que se desborda hacia la mitad de la obra, cuando los personajes nos muestran las terribles consecuencias de su adicción. Pero, inexplicablemente, la puesta en escena parece empeñada en liberarnos de todo impacto. Al menos, es lo que se infiere de la disposición lineal de las escenas y de sus transiciones, todas iguales, construidas en torno a un apagón con un fondo musical tan suave como evidente.
También el trabajo actoral parece estar dirigido en esa misma línea. Al principio Carmelo Gómez consigue perfilar un personaje entrañable, cómico aunque un tanto patético, y consigue despertar alguna que otra risa, sin embargo, en las escenas dramáticas no acaba de expresar el desgarro y la desesperación que se desprende del relato. Al igual que Silvia Abascal, cuya interpretación carece de sensualidad y resulta demasiado contenida.