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Esperando a la gente en Asunción

Primeros días a media asta en el mercadillo navideño de artesanía inaugurado en Los Remedios.

el 09 dic 2013 / 19:56 h.

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mercadillowebVer el carrito de un castañero echando humo en la puerta de un chino de Virgen de Luján producía ayer un vuelco al corazón. ¿También las castañas asadas, por Dios? ¿Es que no hay nada sagrado para el lejano Oriente?, eran las preguntas que emergían desde ese recoveco del intestino grueso donde la indignación se mezcla con los gases. Pero no: no era una nueva ramificación del holding, sino que el pobre señor del puesto había entrado a comprar alguna cosa dejando fuera su negocio al ralentí. Con tan mala fortuna que, cuando salió y se dispuso a empujar el armatoste hasta la otra bocacalle, se le soltaron los contrapesos, se le fue la olla (literalmente) y aquello pegó tal costalazo en el acerado que llegaron las castañas hasta el Puesto de los Monos, según se dobla por el Paseo de las Delicias. La escena resumía bastante bien los tiempos actuales, con el comercio tradicional yéndose a pique ante el auge del emergente gigante asiático, que no mira por dónde pisa. Pero este panorama todavía quedaba mejor ejemplificado con lo que estaba sucediendo justo a la vuelta de la siguiente esquina, la de Asunción, en el poco menos que recién estrenado mercado navideño de artesanía (casi toda gastronómica): muy poquita gente. Los primeros días se disculpaba la ausencia de público en que estaba el Sicab (y claro, en Sevilla, donde haya caballos...); el domingo, el ambiente a páramo se explicaba por la fiesta de las bandas de música en el centro (y ya se sabe: en Sevilla, donde haya bandas de música...), pero ayer... ayer ya las excusas se iban convirtiendo en gruñidos por estos 35 puestos de inspiración austriaca (o cabañas). “No se preocupe usted”, le decía un paisano a Paco, el señor del puesto de turrones de Rute. “Lo que pasa”, explicaba aquel, “es que Sevilla siempre se muestra muy fría al principio, pero luego se calienta y ya verá usted la de gente que va a venir, con lo bien que está el mercadillo. Todos los años se llena. Ya verá cómo se anima esto”. Y respondía Paco: “A ver si es verdad y se anima, que si no quien se desanima soy yo”. Hay una respuesta clara que resume en cuatro palabras qué pinta un señor de Torredelcampo, Jaén (el pueblo de Juanito Valderrama) vendiendo turrones de Rute (el pueblo de los borricos) en Sevilla (el pueblo de los tiesos): “¡Es que somos feriantes!” Dura vida la del feriante, sí. Sobre todo, si tiene que pagar 1.350 euros de puesto a la austriaca por 17 días de explotación a la española y resulta que para vender una tableta de turrón del duro se tiene que dejar uno los piños, y no precisamente de pegarle bocados. Más suave se antoja el mordisco a la montaña de lokum que vigila el señor de la foto. Son delicias turcas: unos dados parecidos a las gominolas pero elaborados con pistachos, azúcar y avellanas. Todos los productos de exquisito nombre que el dependiente va enunciando al tiempo que menea la pinza tienen nombre de coger uno tres kilos con solo respirar a un metro de la cabaña. Dice que son muy saludables. Faltaría más: estaría bueno que ahora no se saludara a los gordos. Pastelillos de anacardo con chocolate, cuadraditos de almendra, canela y pistacho... “Ya está bueeeeno, ya está bueeeeno”, lo detiene la señorita sudamericana que acompaña a una anciana (casi vetusta) señora que no deja de decir compulsivamente: “y este, y este, y aquel...”, personificando la expresión un no parar. “Son dulces turcos, sirios”, pregona el vendedor. Animada por el dato, otra señora de entre los presentes se acerca al puesto de productos del Mar Muerto y pregunta: “¿No tienen jabón de Alepo? ¿Jabón de Alepo? ¿Jabón de Alepo?” Y la muchacha, mordiendo una sonrisa con la comisura, responde: “¡Sí, anda que está Siria como para entrar a comprar jabón!” Como si faltasen jabones en el tenderete. Se llama Nadia y es de Jordania. La sonrisa guasona se ha quedado en su semblante, pero esta vez lo que se está mordiendo, por cortesía, es la pregunta de qué ha pasado con la gente, dónde se habrá metido. Su expresión se serena cuando (imitando al señor de la otra vez) se le dice que Sevilla es muy lenta arrancando, pero luego se embala. No hay más que ver los semáforos. A su lado se vende por ocho euros una curiosa cajita que incluye, junto con un certificado de autenticidad expedido por sabe Dios qué autoridad terrena o celestial, un botecito de agua del Jordán, otro de incienso sagrado, otro de tierra santa y uno más de aceite de Judea. Ideal para momentos de depresión. Y algunas cabañitas más allá, bajo un letrero que dice Tetería, se ofrece un té moruno por dos euros, con vaso de regalo. Es todo un detallazo lo del vaso. Y no ya por la curiosidad de conservarlo en esa vitrina de objetos desclasados que todo el mundo tiene en su casa, sino por el alivio de orden higiénico que supone: sabido es que a los tés del desierto se les da cuerpo, espuma y dulzor mezcloteando el contenido de los vasos unos con otros (incluso después de haberlos usado) tantas veces como sea necesario para que uno ya no sepa si sus boqueras son suyas o del caballo de Rodrigo Díaz de Vivar. Así pues, se agradece que cada té se haga una sola vez y que cada vaso emigre junto con su usuario. Para tirarse en plancha hay dos sitios especialmente recomendados: el castillo hinchable de los niños o el puesto de los quesos del Casar. Inma, con la misma pregunta en la mirada que el resto de los mercaderes del lugar, ofrece magdalenas enormes como volcanes, rellenas de naranja, de arándanos, de tiramisú, de kiwi. Tienen el obrador en Granada. Y la pena, en Sevilla: ¿Cuándo llegará la gente? Les habían dicho que Asunción es una de las veinte primeras calles comerciales de España y que el barrio era de alto nivel adquisitivo. Pero allí había ayer más gente de Alepo queriendo lavarse las manos que vecinos de Virgen de Luján en busca de delicias artesanales. Parece ser que esto también es la guerra. O es solo que la gente tiene castaña.

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