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Espíritus

La Judería tuvo dos hijas: una guapa y alegre, Santa Cruz; otra triste y fúnebre, San Bartolomé. Esta noche, cuando comience el Sabat de los judíos, puede que haya por allí fantasmas: los de la mayor matanza de la historia de Sevilla.

el 11 nov 2010 / 21:39 h.

La Judería de Sevilla tuvo dos hijas: una, Santa Cruz, la favorita, llegó a ser preciosa y juvenil, amada y cortejada; la otra, más seria y triste, quedó abandonada a su suerte: San Bartolomé. Esta noche empieza el Sabat de los judíos. Buen momento para ir a descubrir esa impronta de locura y fantasmagoría que rezuma por cada losa de este barrio deliciosamente fúnebre, al fin recuperado de sus ruinas. Escenario de la mayor y peor matanza de la historia de la ciudad, no es mal sitio para los buscadores de espectros.
 
La gentuza se apostó ante las dos únicas puertas del gueto judío para que nadie pudiese escapar. Olía a azahar; era primavera. Los únicos pasos que hubo en Sevilla ese día de 1391 fueron los de ancianos, niños y jóvenes en un intento desesperado de huir de las dagas, las espadas, las miradas de muerte y odio, el fuego de la muchedumbre católica jaleada por un cura. La matanza duró veinticuatro horas seguidas. Niños degollados, mujeres apaleadas, hombres destripados en número de cuatro mil crearon la imagen más trágica de cuantas hayan poblado las pesadillas de esta ciudad: una cuarta de sangre cubriendo el suelo. Santa Cruz se libró de ese recuerdo y, con los siglos, renació con una estampa entre moruna y romántica, imitándose a sí misma para gozo del poeta y del turista, y hoy luce bellísima con todas las joyas de la sevillanía en su pechera. Pero la otra mitad del gueto, San Bartolomé, nunca pudo rehacerse. Su espíritu quedó empapado para siempre en la sangre de la memoria. Y ni siquiera hoy, con sus muros al fin enlucidos y sus casas rehabilitadas tras veinte años de cirugía urbanística, sale otra cosa de sus poros que tristeza.
 
Esta noche, con el crepúsculo, comienza el Sabat. Si pasea hoy por este barrio podrá sentir en sus vellos el tibio reflejo de las velas prendidas en las viejas menorah de los hebreos. Es parte de su dote fantasmagórica. Según relatan algunos de sus vecinos, rara es la casa, el patio o el palacio donde no habitan espectros cuyos rostros demudados y cuyas miradas de hielo ponen la piel de gallina a vecinos, vigilantes y demás insomnes. Asómese al vergel de ese patio a mitad de la calle San José; ascienda por los dobleces de Conde de Ibarra, disfrazados en vano de modernidad; sortee los recodos de la calle Levíes en plena noche y diga de corazón si no siente que lo están mirando. Palpe el muro de la preciosa iglesia barroca de Santa María la Blanca, plaza turística al sol donde las haya, y en la oscuridad nocturna percibirá en los dedos la esencia de la soledad. Busque en Levíes la bellísima casa de Miguel de Mañara; grábese en el alma los charcos de luz que dejan en el empedrado las farolas de la Plaza de las Mercedarias; crúcese con la Parca en la calle Verde (verde es muerte, para García Lorca). Escuche el silencio en las plazas de Zurradores y Curtidores; oiga sus propios pasos sobre la piedra. Entre en calor en La Carbonería y responda a esta pregunta: qué ha visto esta noche.

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