No es lectora empedernida, pero sí habitual: se relaja con un libro los fines de semana, en el autobús, y se nutre de lo que caza en la biblioteca, de lo que corre por casa. Le encantan la música y el cine, y asiste a menos conciertos y pisa menos salas de las que quisiera: es demasiado caro, y la paga no alcanza. Cuando ha ido al teatro, lo ha disfrutado; cuando se ha acercado a una sala de exposiciones, también. Es decir: que es una consumidora de cultura en potencia, que cuando un sueldo se lo permita responderá al sueño de las industrias culturales. Vive en Andalucía y tiene 18 años, pero no derecho al bono cultural, porque los cumplió en agosto de 2008, y no a partir del 1 de enero de 2009.
El ejemplo existe: es mi hermana. Nada sabe del bono cultural, de lo que se pierde porque nuestros padres la concibieran seis meses antes de lo -a juzgar por la desventaja- debido, pero la cuestión es que un hecho tan aleatorio como nacer antes o después, y pregunten a quienes cumplen años en diciembre, te priva de 60 euros para gastar en cultura. La idea, reconozcámoslo, es magnífica: con la mayoría de edad recibes una chequera que te permite acceder más barato, o incluso gratis, a diversos servicios culturales; espectáculos de música y teatro, sobre todo. Se capta a un público quizá sin otro camino para acercarse al hecho cultural, se aprovecha la repercusión mediática del producto, puede que se enganchen otros más mayores?
Pero, claro, dónde quedan -y con qué se conforman- los nacidos en 1990, 1989 o 1988, estudiantes sin más que una beca raquítica, con suerte, o trabajadores con sueldos subterráneos, también si el azar les sonríe, si les apetece ver una obra de teatro, o una película, cuando el carnet joven no alcanza todos los espacios. El bono cultural, como les digo, me parece un muy buen concepto; pero algo en su desarrollo no me cuadra, esa intención de coartar su éxito al limitar sus beneficiados, cuando podrían ser legión.
