Media España aguarda a que se ponga guapa la fea de un culebrón. ¿Eso qué quiere decir? Pues, por ejemplo, que el 80% de la gente no se gusta y que, en 2007, Corporación Dermoestética hizo más de 500.000 tratamientos y operaciones. También significa que vemos mucha tele, la mayor vía de contagio del virus de los complejos.
Con sus 480 capítulos emitidos y a pocas semanas de resolverse (que no de terminar), la exitosa serie televisiva Yo soy Bea es la constatación novelada de que la fealdad es uno de los negocios más atractivos de España, tercera potencia mundial en cirugía estética, por detrás de EEUU y Brasil, con 400.000 operaciones al año (según la Sociedad Española de Medicina Estética, el 10% de los pacientes son menores de edad).
Eso sin contar el dinero incalculable que mueven la ropa, los cosméticos, los peinados y todas las modas y mercancías vinculadas a la belleza convencional y al no menos lucrativo mercado del feísmo, su rentabilísima alternativa: desde las bragas concebidas para asomar por los pantalones hasta los propios pantalones rotos, deformes o deshilachados.
Por primera vez en la historia, no existe un canon estético principal rodeado de pequeñas minorías insurrectas, sino una compleja diversificación en tribus y subtribus, para cada una de las cuales existe un eslogan, una homogeneidad estética, unos ídolos de referencia y un abundante surtido de productos. Dicho de otro modo: todo, desde la ortodoxia hasta la rebeldía, está controlado, globalizado, potenciado y administrado por el marketing.
De resultas, la belleza y la fealdad son ahora más subjetivas e inestables que nunca. Paradójicamente, nunca ha importado o traumatizado tanto como ahora el ser uno feo o creérselo. Según el psiquiatra sevillano Luis Rojas Marcos, la cifra de quienes se sienten así en mayor o menor medida viene a ser el 80% de la población femenina, y con los hombres pisándoles los talones. Obviamente, detrás de semejante porcentaje sólo puede haber una patología.
"Una patología o un trastorno importante relacionado con la autoestima", confirma el psicólogo clínico sevillano Manuel Bosque. "Por eso la cirugía resuelve un problema pero al poco tiempo desata otros: porque, salvo en determinados casos (como los de la cirugía reparadora y otras correcciones severas), en las personas que no son capaces de reconciliarse con su aspecto suele haber un trasfondo de desequilibrio que no se soluciona con el bisturí".
Manuel tuvo a una paciente de 16 años que había dejado los estudios porque no soportaba la idea de salir al mundo con sus orejas de soplillo. La sometió a tratamiento mediante hipnosis y hoy es una mujer relativamente satisfecha consigo misma y con su carrera terminada. Conclusión del experto: "He conocido a muchos feos felices y a muchos guapos desgraciados".
Dice el psicólogo que lo primero que debe hacer la persona que se sienta fea es mejorar el concepto que tiene de sí misma resaltando otros aspectos de su vida que la hacen superior y fijándose en otras cualidades personales que compensan la disconformidad con el propio aspecto físico.
Parece ser la mejor forma de enfrentarse a una verdad que se antoja terrible en un mundo gobernado por la imagen: que querer ser lo que uno no es... eso es imposible de corregir. El problema grave surge cuando no existen suficientes inquietudes o bastante reflexión como para responder de forma gratificante a la pregunta quién soy yo.
Lo bello es el estatus. Ante todos estos datos y reflexiones, cualquier paisano de hace 60 años (no hace falta retroceder más) se habría revolcado de risa. Y eso que entonces también había guapos y feos, pero sobre todo lo que había era mucha hambre, una radio para entretenerse y un concepto estético principalísimo: la gordura, que era señal de estatus porque el que comía era el que tenía dinero.
No como hoy, que quien maneja los euros lo que tiene es tiempo para ponerse en forma y comprar productos selectos que cuidan la imagen y la salud. Pero entonces, las madres presumían de hijos gordos logrados a base de harina.
Dada la larga historia de hambrunas, necesidades y miserias de Occidente, no es aventurado decir que ése ha sido el principal y más frecuente modelo de belleza, desde las rollizas valquirias que elegían a los vikingos que debían morir en la batalla hasta las actrices de las películas porno que le proyectaban a Alfonso XIII.
También el primero de todos, si se observan las figurillas primitivas de barro que modelaban los cavernícolas en los entreactos de ir a matar osos: las célebres venus (de Grimaldi, Willendorf, Polichinela, Dolni Vestonice, Laussel...).
A partir de ahí, cada civilización tiró para un lado basando la belleza en ciertas formas de sacrificio que aún perduran, especialmente entre las mujeres: las yanomamis se clavan varillas en la boca, las angoleñas gustan de arrancarse los colmillos, las muzi etíopes se ponen los labios como un tocadiscos, las podaung birmanas o mujeres jirafa se estiran el cuello con aros, en Oriente no hay nada como vendarse los pies para tenerlos pequeños, en Senegal resulta atractiva una señora con los pechos caídos a fuerza de tirar de ellos con cuerdas... Cualquier occidental dispuesta a poner el grito en el cielo ante tanta barbarie, que recuerde esconder antes los tacones insufribles que guarda en el ropero para cuando toca estar despampanante.
Porque lo diga policleto. El primer humano que tuvo la ocurrencia de legar a la humanidad una normativa sobre la belleza fue el inmenso escultor griego Policleto de Argos, al definir como base de la perfección física, rasgos apolíneos y simetría aparte, el que la longitud del cuerpo fuese siete veces y media la de la cabeza.
Más tarde, en tiempos de Alejandro Magno, se aumenta a nueve el ideal, tanto para hombres como para mujeres. A partir de ahí se dejan todos de cabezas y se gesta, en especial desde la caída de Roma, un nuevo concepto basado en el aspecto machote y salvaje del guerrero y en la oronda voluptuosidad de las mujeres nibelungas. Todo muy bárbaro y muy centroeuropeo.
Llegada la Edad Media, el cuerpo se disocia de la belleza por obra y gracia de la Iglesia, hasta que al fin llega Leonardo da Vinci y dibuja al Hombre de Vitrubio, reponiendo el clasicismo hasta donde era geométricamente posible.
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