Siguen queriéndonos entretener con el falso debate surgido en torno a la pretendida reducción del gasto público por medio de la supresión de consejerías y determinados órganos administrativos. Consideran sus promotores que ésta es la mejor forma de responder a la actual crisis ahorrando así a los contribuyentes recursos que bien podrían destinarse a la inversión para reactivar nuestra economía.
La verdad es que estamos ante un argumento simple pero efectista: la gente observa siempre con escepticismo, por no decir que con rechazo, a la todopoderosa administración pública de modo que todo lo que sea disminuir su tamaño es bien recibido por una ciudadanía necesitada de algo más que gestos ante la difícil coyuntura en la que nos encontramos. Incluso, para ganarse el favor de los demás, hasta plantean trasladar órganos de un sitio a otro sin aclarar el coste real de tan disparatada iniciativa. Sin embargo, pocas propuestas se centran, en cambio, en actuar sobre la esencia misma del problema como puede ser, no el gasto en sí que generan estas estructuras de las que nos hemos dotados, sino su eficiencia real que, a fin de cuentas, es de lo que se trata.
A pesar del ruido que genera este tipo de iniciativas, lo cierto es que el problema sigue siendo otro. Por ejemplo, la alegría que muestran los dirigentes locales a la hora de cerrar convenios con sus respectivas plantillas de funcionarios y trabajadores, por lo general, bien retribuidas y, desde luego, sobredimensionadas. Y por si fuera poco, emplean un buen pellizco de recursos en la puesta en marcha de su correspondiente aparato de propaganda, radios y TV municipales que, para colmo, distorsionan el mercado local de publicidad ejerciendo una lamentable competencia desleal con los medios privados.
Más tarde sucede que no les llega para tanto dispendio y se asfixian buscando los dineros para pagar nóminas. Resulta comprensible tanta angustia de los rectores locales ya que, de lo contrario, se enfrentan a originales y desvergonzadas protestas camufladas de escandalosas bajas médicas de sus sufridos y entregados empleados.
Y es que se da el caso, además, de que las reclamaciones que plantean los sacrificados colectivos de policías locales y bomberos, sin ir más lejos, contrastan con las dificultades que están atravesando a diario miles de trabajadores del sector privado, que lejos de tener asegurado su puesto, ni siquiera pueden comparar sus retribuciones con las de ellos.
Su situación ventajosa es tal que no necesitan convocatoria alguna de huelga o manifestación. Súbitamente se ponen enfermos, estresados, los pobres, por tanta tensión que tienen que soportar a diario. No hay problema. En cuestión de días sus responsables públicos firmarán lo que le pongan por delante con tal de no tener un molesto conflicto.
No estaría de más que la FAMP fijara pautas comunes a aplicar en todos los ayuntamientos y diputaciones. Ése sí que sería un buen recorte y control del gasto público.