Ahora resulta que en Sevilla tenemos un objeto de arte, casi de culto, la farola fernandina, madrileña en realidad y llegada por aquí en tiempos de la marea negra que sepultó los raíles del tranvía bajo una espesa y extensa capa negra de alquitrán. Tiene ese nombre porque en su base lleva la inscripción F VII, ya que el Fernando de ese número las instaló en la Villa y Corte en 1832 -poco después del fusilamiento de Torrijos y sus compañeros- como lámparas de gas, naturalmente, pero con tanto éxito de crítica y público que sus manipuladores inspiraron el cuplé Señor farolero, dígame usted y canciones infantiles como Soy el farolero de la Puerta del Sol.
A raíz del Metrocentro y su catenaria esa farola se ha convertido en sevillana de toda la vida e imprescindible en el urbanismo ya que, al parecer, lo mismo le va bien al gótico de la catedral que al estilo funcional del edificio del SAS. Por eso, y salir de la trampa mortal en la que se habían metido, en el Ayuntamiento se han inventado la faronaria fernandina, o sea, la catenaria con forma de farola. Ocupará el mismo espacio y será igual de negra que las actuales pero, además de casar con los edificios e incluso con los coches de caballo, casará con los inmovilistas. Y a ellos hay que hacerles caso, cueste lo que cueste. Hacer caso al inmovilismo si que es, probablemente, lo único sevillano de toda la vida.
Antonio Zoido es escritor e historiador