Local

Glass y Disney llevan lejos al Teatro Real

el 07 feb 2013 / 17:03 h.

TAGS:

Reseña de la ópera The Perfect American, de estreno absoluto en el Teatro Real de Madrid, que hoy puede seguirse en directo a través de Palco Digital. 

Mucho se la ha criticado en estas últimas semanas al norteamericano Philip Glass (Baltimore, 1937) ser preso de sus propios estilemas. Y, ciertamente, hubiera sido musicalmente mucho más enriquecedor haber podido volver a contemplar después de dos décadas su insuperada obra maestra lírica Einstein on the beach o la no menos soberbia Satyagraha en la producción firmada en 2008 por Phelim McDermott para el MET de Nueva York.

Sin embargo, Mortier sabe que nada sitúa más en el punto de mira mediático a un teatro que un estreno absoluto, más si este llega firmado por el compositor contemporáneo más programado de su tiempo, el ínclito Glass, firmante de un puñado de obras geniales (la ya citada Einstein, también Akhnaten y O corvo branco -presentada en el Real-, Music with changing parts, Music in twelve, Koyaanisqatsi...) y de otras plúmbeas y detestables (The light, Concierto para violín nº2 ‘The four seasons', Uakti...), pero casi siempre correcto en la inmensa mayoría de un catálogo prolijo a menudo minusvalorado globalmente con evidente desconocimiento.

The perfect american no es mejor que su inmediata precedente Kepler, pero sí resulta superior a otras recientes incursiones líricas del norteamericano como Waiting for the barbarians o In the penal colony. La fórmula musical de Glass -ese minimalismo dulcificado que tan buenos resultados le da- se repite una vez más y muchos de los pasajes bien podrían ser intercambiables entre cualquiera de sus últimas creaciones. Hay aquí como novedad un interesante empleo de la percusión -sólo apreciable de manera similar en la Sinfonía nº7 'Toltec'- y un profuso empleo de las zonas graves de los instrumentos. La ópera no abandona en sus 95 minutos un tono de severidad que sorprende si pensamos apriorísticamente en la asociación mental Glass/Disney, por más que el acercamiento al genial dibujante se haga en tono crítico. Y es en esa sobriedad armónica donde se halla uno de los puntos que hacen este título atractivo.

Ya nadie espera a un Glass fiel a los preceptos de sus primeros títulos líricos, el repetitivismo rítmico ha dado paso a una reiteración monótona que, con todo, resulta poderosamente atrayente por el carácter moroso e hipnótico, como en bucle, de toda la composición. Fallan las transiciones entre unas escenas y otras, muy mal resueltas musicalmente, silenciando la orquesta y perjudicando el sentido de continuidad tan absolutamente necesario en una obra adscrita a una estética minimal -mal que le pese a Glass, seguiremos usando el término para referirnos a su creación-. Tampoco se comprende por qué el músico desaprovecha los abundantes momentos en los que, ausente el canto, la partitura no consigue imponerse a esa media voz que la domina.

En el foso, la Orquesta Sinfónica de Madrid estuvo dirigida por el máximo especialista en Glass -recientemente sabemos también que, en Haydn- Dennis Russell Davies, quien no sabemos si adoctrinado por el compositor o a causa de una discutible decisión propia, se preocupó de concertar tanto que dejó a las voces en múltiples momentos muy por encima de la propia música. Con todo, y ya en la antepenúltima función a la que pudimos asistir, el rendimiento de la formación resultó competente, probablemente superior al de las primeras representaciones. El Coro Intermezzo se reservó en el primer y segundo acto algunos de los momentos más brillantes de toda la ópera. Cantaron bien unas partituras, contagiadas de buen musical, que refrendan a Glass como a un gran autor de páginas corales. En este sentido podemos recomendar su reciente oratorio Passion of Ramakrishna, que contiene algunos de los momentos más inspirados de su corpus último.

Sensación de trabajo en equipo fue la que transmitió el elenco vocal. La escritura de Glass para las voces solistas se mueve entre el canto y el recitado cantabile; no estorba, tampoco apasiona. Nada tiene que ver con el carácter tan exploratorio como musical de las obras vocales de Sciarrino, Sánchez-Verdú o Stockhausen, tampoco incurre -felizmente- en el recurso del canto arioso, decimonónico que practican aún hoy compositores regresivos como Penderecki o Rautavaara. Christopher Purves fue un excelente Walt Disney durante una función en la que apenas se le concede respiro. Excelente Donald Kaasch como Dantine, David Pittsinger como Roy, Janis Kelly como Hazel George y Zachary James como Lincoln. Muy forzado, caricaturesco, el diseño de Andy Warhol del habitualmente solvente John Easterlin, con tirantez en la voz, como incómodo en el personaje y en lo musical.

El material literario, la novela homónima de The perfect american de Peter Stephan Jungk, no puntúa alto en lo que concierne a su cohesión argumental. Y así, la ópera evoluciona en forma de set-pieces de la mano del director de escena Phelim McDermortt, acertado en el recurso de los audiovisuales móviles, errado en el constante movimiento de cantantes y actores, tendiendo a la acumulación de excesivo número de figurantes. En este sentido nada nos aportó el aporte coreográfico del conjunto The Improbable Skills Ensemble. Muy bien resuelta toda la evocación del pueblo natal de Disney, Marceline, e ineficazmente narradas sus últimas horas en el hospital y el posterior fallecimiento.

Por su icónica temática, lo asequible de su duración, la inmediata belleza de algunos de sus momentos corales y, en fin, por lo inocuo del conjunto, The perfect american puede acabar imponiéndose en el futuro como una de las óperas de Glass con más largo recorrido -a la espera de comprobar si, como parece, los teatros de ópera norteamericanos van a acoger la obra con los brazos abiertos-. No se trata del mejor Glass posible, tampoco del peor. Confiemos en que Orange Mountain Music publique pronto una edición discográfica de la partitura para poder reevaluarla en su justa medida.

  • 1