La diferencia entre la gloria y la debacle, entre la grandeza y la catástrofe, entre el éxtasis y la pesadilla, está en trece segundos. En ese tiempo sacó el Betis de centro y marcó el Sevilla. Y se acabó el derbi número 115 de la historia. Partidazo, monumento más bien, del Sevilla en la noche en que más lo necesitaba. Y fiasco, esperpento, y cuantos sustantivos y adjetivos humillantes se les ocurran a los aficionados cabales, para el Betis en la noche en que menos se podía permitir hacer el ridículo.
El partidazo del Sevilla será recordado por muchas cosas, todas buenas, excelentes en realidad. Para resumirlo en pocas palabras, así se juega un derbi. Intensidad desde el calentamiento, hambre de victoria, motivación por ir a cada balón como si su vida dependiese de ganarlo o perderlo... Y para ampliarlo, un detalle: la goleada fue cosa de dos futbolistas denostados por muchos sevillistas, Reyes y Fazio. El derbi resucita muertos, está claro. El Betis, también; es una de sus especialidades históricas. Y Mel, muy a su pesar, regala a Míchel crédito y margen para casi todo lo que queda de Liga.
La falta de sangre del Betis convierte a los héroes del 1-2 de mayo en los integrantes de uno de los peores equipos de verde y blanco jamás vistos en un derbi. Peor que el de Griguol, peor que el de Chaparro... peor que muchos, demasiados. Mel no pierde crédito porque tiene un aval lo bastante grande para compensar este gigantesco revés, pero le toca recapacitar. Y hacer que sus futbolistas recapaciten. Sólo Pozuelo quiso portarse como exige un derbi. Y ahora, por el bien del equipo, nada de ‘manquepierda', por favor. El victimismo no ha lugar, sí la autocrítica: el Betis va sexto, pero oscila del blanco al negro con excesiva frecuencia.