Ni el portugués San Gonzalo ni la francesa Santa Genoveva tuvieron que ver nada con Sevilla. Están hoy sus nombres en todos los programas porque así bautizaron al general Queipo de Llano y a su esposa, la señora Martí Tovar. Si los gerifaltes del franquismo hubieran sido listos, habrían usado más el método de colocar el apócope de la santidad a las obras con las que se autotitulaban para dejar constancia de su paso por este valle de lágrimas. Ese constructor llamado el Pocero ha ido colocando en la demencial -y fantasmal- ciudad en Seseña estatuas de sus familiares que seguramente acabarán ubicadas en un almacén municipal.
En cambio Santa Genoveva y San Gonzalo -perdidos en el santoral del año- tuvieron dos parroquias que, al contrario de la mayoría de otras que se levantaron en el extrarradio -igual de perdidas en el callejero- son ahora tan conocidas como San Lorenzo o San Román; collaciones que, de escribirlos ahora, no hubieran osado omitir de sus anales Ortiz de Zúñiga o Matute. A despecho de tirios y troyanos, la cofradía les dio personalidad propia y las perpetuó en el tiempo: lo contrario de lo que sucede a quienes les debe los nombres que ya no son de personas sino colectivos.
Tras haber entrado pausadamente, de vuelta, la cruz de guía de Santa Genoveva por Almirante Topete; dobla la esquina el Senatus. Un vecino sale de un bar con una cerveza y se la da al que lo porta: "toma Pepe, que estarás sediento". El nazareno le deja la insignia para poder beber del vaso pero los del tramo anterior comienzan a andar; entonces el que ha convidado la levanta y continúa por él la estación. Entre el público, uno murmura: hay que ver, qué descaro. Y su mujer le dice: "Déjalos, ya están en el barrio". Es otro de los misterios que la gente conmemora estos días, probablemente sin saberlo.
Antonio Zoido es escritor e historiador