En la década de los ochenta fue John MacTiernan gracias a Depredador y, sobre todo, La jungla de cristal. En los noventa Michael Bay recogió el testigo para comenzar un viraje en el género que muchos seguimos viendo como tremendamente equivocado. Y ahora, en pleno siglo XXI, si hay alguien que se merezca más que ningún otro el título de rey del cine de acción ese es Paul Greengrass.
Y por si a alguien no le había quedado claro con las dos entregas de Bourne firmadas por el británico, o por la magistral United 93, ahora el realizador nos trae Green zone, un filme de adrenalínica acción que no deja un momento de respiro al espectador y que, sin lugar a dudas, colmará cualquiera expectativa que los aficionados al género tengan puestas en él; sirviendo una vez más también de cayado sobre el que se apoyarán los que nunca han terminado de entender el nervioso pulso que todos sus filmes han hecho gala hasta la fecha.
Lo que estos detractores no terminan de apreciar es hasta que punto entiende Greengrass los mecanismos del cine de acción, y cómo, dentro de su aparente caos visual (con esos planos cortos y ese montaje tan sumamente cinético) el cineasta controla a la perfección lo que muestra para que el espectador no se sienta timado como si suele pasarle cuando asiste a similares espectáculos de edición en las deslavazadas producciones de Michael Bay (y sólo hay que ver Transformers para darse cuenta).
Pero Greengrass además juega con una gran ventaja con respecto a su colega norteamericano, y es el hecho de contar con guionistas y libretos sólidos y bastante inteligentes a la hora de rodar sus filmes, algo que no es excepción en una Green zone en la que Brian Helgeland vuelve a mostrar, como ya hiciera en la magistral L.A. Confidential, lo que es capaz de hace con un teclado y un procesador de textos: basándose en una novela escrita por un periodista del Washington Post, el cariz de realidad que adquieren las secuencias, situaciones y diálogos de Helgeland hacen que la atención del respetable quede confinada a los cuatro lados de la pantalla durante las dos horas de un metraje que, como no podía ser de otra manera, arremete de frente contra la absurda guerra del terror mediante la que la administración Bush buscó denodadamente unas armas de destrucción masiva que nunca existieron.
Que lo que plantea el filme sea real o no podrá ser sometido a debate, pero que la realidad que muestra (y cómo la muestra) es plausible de principio a fin es un asunto que no admite discusiones.