Las violeteras llegaban a Madrid como aves precursoras de primavera, según Eduardo Montesinos que, naturalmente, se inspiraba en Bécquer; los japoneses cumplen la misma función en Sevilla pero en otoños alternos y de años pares, los de la Bienal de Flamenco.
Y ahora mismo ahí están, llenando Triana, entrando como si tal cosa en el bar Altozano o Las Golondrinas, de Paco Arcas, cruzando en diagonal el Patio de Banderas para deambular por el barrio de Santa Cruz o llegarse dando un rodeo hasta la Fundación Cristina Heeren; no van como los turistas sino como alguien que encuentra de nuevo la meta de la nostalgia. Algunas y algunos hasta la media naranja de temporada.
No todos los que llegan cíclicamente proceden del oriente. En Amberes (la ciudad más española de toda Europa porque son españoles el ayuntamiento, el castillo, la mitad de la población y los judíos) me encontré hace años con una muchacha de éstas. No era rica; podía venir porque, tras su trabajo, fregaba escaleras para ir metiendo el dinero de la Bienal en una hucha.
Sevilla aun no ha tenido un rasgo de hospitalidad institucional con sus japoneses o esos otros aficionados de medio mundo: no ha puesto un lugar de encuentro -eso se deja para el fútbol-, ni ha creado una pequeña fiesta en su honor o el título de viajeros adoptivos. Y algo habría que hacer porque ellos no son turistas, no vienen. Vuelven.
Antonio Zoido es escritor e historiador.