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Historia de la niña hecha de arena

Si no sales de ti, no llegas a saber quién eres, dijo el hombre que había tenido la osadía de pedir un barco al rey para ir en busca de una isla desconocida. Quizá Saramago escribiese este hermoso y sorprendente cuento como desahogo, durante el desencantado y ocioso vacío que sigue a la lectura de los periódicos de un domingo cualquiera...

el 16 sep 2009 / 04:50 h.

Si no sales de ti, no llegas a saber quién eres, dijo el hombre que había tenido la osadía de pedir un barco al rey para ir en busca de una isla desconocida. Quizá Saramago escribiese este hermoso y sorprendente cuento como desahogo, durante el desencantado y ocioso vacío que sigue a la lectura de los periódicos de un domingo cualquiera; esos periódicos donde el empeño de todos en todas partes por ser como suponen que deben ser y por creer lo que se supone que tienen que creer, por negar la posibilidad de que el océano contenga otras islas que las recogidas por los mapas (sus mapas), manchurrea las páginas de bombas que estallan, de países que se enemistan, de dictadores que se inventan la decisión de todo un pueblo, de controversias ridículas, de eternos refugiados, de desvergüenza social y, en general, de los peores escenarios posibles que el más lelo de los analistas sería capaz de imaginar en cinco minutos. El mundo hace lo que sus raíces le dictan. He ahí la tragedia feroz del ser humano desde sus más remotos tiempos: que es una planta y no lo sabe.

Todavía ignoro si Hasina, que tiene once años según el carnet y mil quinientos diecisiete según la mirada, constituye una excepción a esta naturaleza vegetal de la humanidad. Cada vez que viene de los campamentos saharauis, donde es tremendamente feliz sin la menor duda, se trae un tiesto para sus propias raíces del que cuida con especial celo. Aunque, en ocasiones (generalmente, si no la miras), saca los pies fuera de ese abono que supuestamente le da sentido y, poniéndolo todo perdido de tierra (que ésa es otra, lo que ensucia), corretea temeraria por otras posibilidades, en busca de lo que no sabe ella si existe o no, como si efectivamente tuviese pies que le permitiesen dejar de ser lo que se supone que tiene que ser.

Una vez aquí (en este otro mundo de excesos lleno de gente excesiva por imperativo de sus raíces), diríase que su corazón le dicta demasiado rápido y con expresiones contradictorias para lo que sus duras ramas de árbol, de árbol hecho de sal, de henna y de arena, son capaces de anotar; pero no es así. Ella, que todo lo sabe, sabe también quién es. Lo sabe ahora, que es niña, mientras el mundo que la rodea sigue pensando que ella no es más que otro de tantos lugares comunes como hay en el planeta.

Es lo mismo que pensó aquel rey, si es que acaso pensó algo diferente de lo habitual, cuando su súbdito logró irse de palacio con la promesa de un barco. Un barco repleto de grano y de tierra sobre el que fueron creciendo las enredaderas y que la lluvia, poco a poco, convirtió en una isla; en un barco que no necesitaba velas, pues el viento, agolpándose en las copas de los árboles que se alzaban desde su cubierta, lo llevaba y lo traía por el mundo como a la mejor de las goletas. Una isla que, como escribió Saramago, acabó echándose a la mar para conocerse a sí misma.

Sólo el que convierte sus raíces en pies, como el hombre del cuento o como quien no tiene más remedio, sabe cuánto de bueno tiene la tierra donde creció y cuánto de bueno tiene toda la tierra que pisa. Qué cierto es que los periódicos, que sólo dan malas noticias, se hacen con árboles.

Periodista

crufino@correoandalucia.es

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