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Historia de un desencuentro

El discurso del alcalde en el Día de la Policía, último punto de fricción

el 23 nov 2010 / 22:31 h.

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La tensión entre la Policía Local y el Ayuntamiento es tal que ayer, tras el acto oficial del Día de la Policía, no tuvo lugar la tradicional copa de convivencia. Y mejor así, porque se hubiera hecho más evidente el malestar entre ambas partes que ya tienen poco que decirse. El alcalde estalló con un discurso en el que, aunque alabó el trabajo de la mayoría de los policías, cuestionó duramente al sindicato que los representa y el cariz de sus protestas, acusando directamente a policías de los últimos actos vandálicos. Sus palabras, en el escenario solemne del Lope de Vega y ante los premiados y sus familias, dolieron por más que la inmensa mayoría del cuerpo esté de acuerdo con que el que haya cometido semejantes tropelías deberá pagar por ello.

Pero al margen de estos delitos, que investiga ya la Justicia, la historia de este desencuentro es larga. El alcalde está ahora dolido por el petardazo en el Pleno que hirió a dos trabajadores, o la amenaza que sobrevoló la Vuelta Ciclista en agosto, cuando la imagen de Sevilla podría haber quedado dañada si hubiera habido fallos por falta de policías para cubrir el recorrido, después de que los agentes rechazaran hacer horas extra. Pero también es cierto que Monteseirín no se hubiera pronunciado así hace dos años, si hubiera seguido siendo alcalde o si se presentara a la reelección, con duras acusaciones en las que no ha asumido ninguna parte de culpa. También es cierto que el conflicto no estaría tan enconado si el Gobierno local no hubiera chocado con una crisis que le ha impedido resolver la situación como tantas veces: cediendo a las pretensiones económicas del colectivo incluso a costa de sus prioridades.

Como en todo divorcio, los problemas vienen de lejos: el Consistorio lleva años criticando que los policías no se avienen a razones y cuestiona que estiren al máximo la cuerda para exigir mejoras laborales. Sus responsables políticos afirman soto voce que sus métodos rozan el chantaje, porque sus protestas tienen enorme incidencia, como este verano, cuando la Jefatura de Policía ordenó un zafarrancho con la grúa que fracasó porque los agentes se resistieron. En los peores casos, les atribuyen delitos que ya investiga un juez, como la manipulación de semáforos en la Vuelta Ciclista.

En el otro lado, los policías llevan años quejándose de que se les ignora. Critican que se anuncie la creación de grupos especiales de todo tipo -para vigilar el Centro, el vandalismo, la botellona, el carril bici...- sin consultar con sus representantes. Que el Pleno apruebe ordenanzas que entran en vigor sin que nadie haya formado a los policías que deben aplicarlas -como la antivandálica o la reforma del código de multas-. O que se les pida su ayuda para tapar agujeros, haciendo horas extra de noche, fines de semana o festivos, pero luego no haya dinero para pagar ese trabajo y encima se les culpe por no hacer esas horas extra, que en teoría son voluntarias. No entienden que en cuatro años no haya entrado ni un policía nuevo y critican que la negociación para la nueva relación de puestos de trabajo esté congelada.

La explicación debe de estar en el medio: la Policía Local ha sido durante años un cuerpo mimado, pero poco entendido. El Gobierno socialista lo dotó con medios materiales y humanos: renovó por completo la flota de vehículos, aumentó la plantilla -la previsión era aumentarla aún más-, construyó nuevas sedes... Al mismo tiempo, Monteseirín dio portazos que los policías no entendieron: criticó que se dedicaran a la seguridad mientras el tráfico estaba manga por hombro -olvidando la función que cumplieron cuando escaseaban los policías nacionales-, hizo cambios de organigrama sin negociarlos que fueron muy criticados por los agentes, y, viendo que se trataba de un cuerpo rebelde, trató de doblegarlo sin éxito, llegando a traerse jefes de otros cuerpos para que aplicaran sus directrices, algo que difícilmente le perdonarán los guindillas. Todas las medidas fueron legítimas, pero hirientes para unos agentes que pensaban que el barco de la Policía Local iba sin rumbo, al arbitrio de cada nuevo concejal, de cada nuevo jefe impuesto, que llegaba sin conocer la realidad del cuerpo y que minusvaloraba su labor.

En el toma y daca de la negociación, los policías al menos lograban una contraprestación económica para todo lo que el Ayuntamiento les requería, a veces por encima de lo razonable. En eso el Consistorio jugó muchas veces su baza de la peor manera: tensaba la cuerda hasta el final, pero terminaba cediendo.
La crisis económica le quitó ese as de la manga, por lo que los dos últimos años han sido un suplicio, sobre todo al final: por mucho que el concejal Alfonso Mir ha tratado de mantener viva la negociación, las arcas estaban vacías, y él sin armas. Aun así, hasta esta semana había manos tendidas y posibilidades de acuerdo. Ayer, el alcalde hizo lo que no se hubiera atrevido a hacer si no fuera porque no tiene nada que perder, y abrió una caja de los truenos que nadie sabe qué guarda.

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