Cultura

Honores a La Negra, reina del Tardón

el 13 abr 2010 / 18:23 h.

Cuesta decirlo pero en el arte flamenco todavía queda algo de humanidad. No mucha, pero queda. Ha quedado patente en el homenaje que el pasado lunes le dedicaron sus compañeros y familiares a la gran cantaora de flamenco Antonia Rodríguez La Negra, la artista festera por excelencia nacida en la ciudad argelina de Orán el año de una Guerra Civil que no acaba de liquidarse, la de 1936.

Sólo era una adolescente cuando llegó a Sevilla, en el principio de los ya lejanos cincuenta, donde la enamoró un gitano guapo y bien plantado que movía los brazos por bulerías como Murillo meneaba los pinceles, Juan Montoya, con el que acordó hacer algo que le diera más luz a Sevilla, si cabía dársela: engendrar a Lole Montoya, la de la voz de cristal de Bohemia y la de la mirada de eterna niña.

Pero además de parir a Lole y a unas cuantas flamencas más, La Negra ha hecho algo más que eso, que no es poco: alegrarnos la vida con su rajo gitano de la morería, uno de los más hermosos y lastimeros del cante jondo procedentes del Tardón.

Corren malos tiempos en la economía de las familias andaluzas –y españolas, y de todas partes–, y ahí han estado sus compañeros que, animados por Jorge el de los Morancos, se dieron cita en el Lope de Vega para demostrarle a Antonia y a su familia que en el flamenco no está todo perdido, que sigue siendo un arte solidario, de seres humanos sensibles y comprometidos con esta tierra.

Ahí estuvo la popular Niña Pastori con una voz que sabe a cañaíllas y bocas de Cádiz, aunque se fuera corriendo para la Villa y Corte; ahí estuvo el omnipresente Miguel Poveda, colmando de fuerza y arte en las alegrías y romeras gaditanas y emocionado en una melosa canción por bulerías; ahí estuvo la bailaora sevillana Carmen Ledesma, con su pureza casi olvidada, conducida por la honda voz del cantaor sevillano Guillermo Manzano.

Ahí estuvo Mari Peña, que huele más a Utrera que un mostachón empapado en vino; ahí estuvo La Chati, sobrina de la gran Paquera de Jerez y, como ella, artista brava y flamenquísima, guiada por el guitarrista y brujo jerezano Moraíto Chico; ahí estuvo Lole Montoya, deliciosa siempre y evocándonos el recuerdo de unos años inolvidables de la reciente historia del flamenco.

Ahí estuvo también su hija Alba Molina, preñada hasta las trancas, cantando como un ángel moreno y diciéndole a su abuela, por primera vez, que la quería con locura; ahí también Arcángel y Ricardo Miño y Antonio Moya y El Cable y Chaboli y Carlos Grilo y Luis Cantaorote y dos grupos de flamenquito, Los Alpresas y Todo gitano, siempre solidarios y poniendo sus voces al servicio de las buenas causas.

Ahí también los Montoya, una legión de flamencos y flamencas de tronío; ahí también Los Morancos, sembrados de arte y derrochando gracia, aunque no siempre de buen gusto.
Y estuvo Sevilla, la que cabía en el teatro, con decenas de personas buscando entradas al precio que fuese.

Y, claro está, Antonia la Negra, la mujer que nos convocó a todos no sólo a demostrar que aún hay alma en lo jondo y humanidad en Sevilla, sino a disfrutar de nuestra música más universal y amada en el mundo, del compás, de los ecos flamencos, del rito de la fiesta y de la hondura y de la belleza sonora, en unos tiempos nada fáciles para la lírica aunque seamos capaces de ir al rescate de los bancos y de los griegos.

Este homenaje habría dado cabida a cuatro mil personas, con lo que su sentido benéfico hubiera estado más justificado. Se eligió el teatro Lope de Vega, la cajita de música, la bombonera, la catedral de lo jondo, con lo que todo fue más bonito y tuvo más caché.


Todo sea, en cualquier caso, por Antonia la Negra, una festera de oro de veinticuatro quilates de peso a la que no le hace falta ser enciclopédica para ser considerada una maestra, y una ineluctable referencia para muchos artistas jóvenes que la ven como lo que es: la matriarca de los Montoya y, como bien dijo el creador del povedismo, una bellísima princesa mora que llegó a Sevilla para ser reina gitana de El Tardón.

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