Mucho se ha dicho y escrito sobre las huelgas de hace algunas semanas, motivadas por el incremento del precio del combustible. Transportistas y pescadores han cerrado durante unos días las vías de comunicación, y han hecho mucho daño. Nos hemos dado cuenta de lo vulnerables y dependientes que somos, de cómo un ataque al transporte hace zozobrar a todo el sistema. La economía se basa en la producción y el transporte continuo, sin almacenes ni reservas; la sociedad, en la disponibilidad de medios de transporte en todo momento, a precios accesibles. Cuando todo ha dejado de funcionar, nos hemos asomado al abismo, a un futuro de ciencia-ficción pesimista de carestía y lucha por la supervivencia. Al final no ha sido para tanto, pero el sofocón no nos lo quita nadie.
Lo que me ha sorprendido de toda la historia es la visión unilateral que ha imperado, la crítica despiadada hacia los transportistas y la falta absoluta de sensibilidad hacia sus pretensiones. El discurso común ha sido el de reconocer lo justo de sus pretensiones, pero negarle a la vez el derecho de luchar por ellas. No he visto apoyo a estas personas, que lo están pasando realmente mal. Hace no muchos años bastaba con hacer una huelga para despertar sentimientos de simpatía en la ciudadanía, para que la gente manifestara su apoyo, se uniera a la manifestación. Hoy si no hay un equipo de fútbol por medio, nada nos conmueve. A eso se le llamaba, antes, solidaridad.
Catedrático de Derecho del Trabajo. miguelrpr@ono.com