Se puede definir de muchas formas el estilo Pogorelich, pero nunca como ortodoxo o epidérmico. Se sienta ante el piano, lo analiza hasta comprenderlo y le extrae el máximo rendimiento y su variedad de colores.
Va marcando escrupulosamente las enseñanzas de su añorada esposa y maestra, Aliza Kezeradze, como si tuviera enfrente su fantasma.
Su fallecimiento motivó su retiro durante años de la interpretación.
A su indiscutible perfección técnica se añade la reinvención de cada pieza que interpreta, logrando un sonido carnoso y denso que parece derivado de varios pianos al unísono.
Valora sobre todo la importancia de la diferenciación, lo que provoca que la Sonata n. 3 de Chopin, en esqueleto y articulación, sea pura exhibición de dolor y nostalgia, interiorizando cada nota como si la hubiese escrito.
A veces fue incluso difícil identificar algunos pasajes, y allí donde otros coinciden en enfatizar, él pasa de puntillas, o a la inversa. No existe otra versión igual.
Su Vals triste, trascripción del de Sibelius, fue más bien tristísimo. Y en Gaspard de la nuit desarrolló su rica sonoridad, provocando un efecto hipnótico con una alargadísima y pausadísima La gibet.
Más de dos horas frente a un piano que en el Vals Mephisto de Liszt se la jugó en forma de tecla rebelde que no tuvo reparo en manipular cuando quedaban poco para concluir su ejecución. Excéntrico y sin duda genial.