Partiendo del todo está inventado, el Circo de los Horrores se arriesgó hace unos años al retruécano proponiendo abundar en el concepto del Circo del Sol, yendo luego más allá de la polvorienta y ferial Mansión del Terror y limpiando de caspa carpetovetónica el viejo circo del ¿cómo están ustedes?, la risa floja y, en la recámara, cuatro elefantes enclaustrados muertos de la pena y el asco.
Instalado junto al Puente de los Remedios, anoche varios centenares de personas se subieron a este tren de la bruja inmóvil para contemplar, durante dos horas, un show –que permanecerá en Sevilla hasta el próximo 24 de febrero con hasta dos sesiones diarias– que fue mucho más allá del correcto espectáculo inaugural que ofrecieron en la navidad de 2011. Aquel montaje homónimo resultó saludable por su descaro y, hasta cierto punto, vistosidad. Pero fallaba estrepitosamente en su pertinaz recurrencia al humor color blandiblu –que ni Navarro y Camoiras juntos– y al paseo arriba y abajo de una serpiente más inocente que una babosa de poto.
Manicomio es otra cosa. Una palabra que, ya sobre el papel, impacta y sobrecoge. Un lugar físico que apela a otro espacio mental cincelado con fuego en el imaginario de todos aquellos que, al menos una vez en su vida, se hayan asomado a una novela de terror o a una película hemoglobínica. La en ocasiones terrorífica corrección política obliga a la compañía a disculparse ante cualquier alambicada asociación que pueda hacerse entre este gran guiñol y los discapacitados mentales (!) No había niños anoche, pero bien podrían llegar en los próximos días. Tras el maquillaje, nada hay en este Circo ni remotamente similar a lo lesivo que puede resultar cualquier basura televisiva. Nada más allá al menos de cuatro chistes de tetas y dos de calvos que, a la sazón, reconocemos ampliamente que funcionan.
Con músicas que van del Tubular Bells a Psicosis y La semilla del diablo, Manicomio es un show soberbiamente iluminado donde cada pieza nos parece encajar mejor que en su primer montaje. No van mucho más lejos, pero el nivel se mantiene, la propuesta ha madurado en todos los sentidos y la compañía de estos locos perturba lo suficiente como para que deseemos que vuelvan. “Ínfimos, psicóticos, perturbados”, espeta al público como una letanía su maestro de ceremonias, Suso Silva, sempiterno Nosferatu aquí atado a una camisa de fuerza, que genera complicidad en sus seguidores y sorpresa en los advenedizos. En medio de la humorada (que mezcla viperinamente la sátira televisiva con la patadita institucional), espectaculares números de trapecistas y equilibristas se suceden al hilo de una función a la que sólo se le ven las costuras en algunos espacios muertos de guión (“Ya están aquíííí, Mi mundo son las pesadillas...”). Al final, todo el elenco, desnudo de postizos, saluda al público, acaso recordando que en este Manicomio, efectivamente, ni son todos los que están, ni están todos los que son.