El álbum sobre Juan Ramón Jiménez de la Residencia de Estudiantes vuelve a eludir un viejo charco, el de sus años sevillanos, aunque siendo sinceros tampoco aquí nos hemos preocupado mucho; esa displicencia viene de lejos: nunca supimos contestar al brindis al sol de los italianos adjudicándose el nombre de América con sólo decir que Vespucio fue sevillano hasta su muerte. Pues con Juan Ramón lo mismo: nadie se acordó de él hasta que no lo hizo la Academia Sueca y entonces le pusieron una calle en medio de todas las Vírgenes de los Remedios; eran las que se construían en aquel momento.
Pero Sevilla está en su obra no tanto porque publicara sus primeros versos en este periódico sino porque Sevilla, cuando vino de niño, significó para él el descubrimiento de la ciudad -del mundo de las ciudades- y porque luego, al llegar para estudiar, se convirtió en un sevillano: Como soy de Moguer / y de Sevilla / canto mis ilusiones / por seguidillas, escribió entonces. Después recordaría sin pautas la ciudad y sus gentes: ("yo pintaba en la calle Gerona, paralela a la de Dueñas, en donde seguramente ví a Antonio Machado, nueve años mayor que yo, cuando yo no sabía quién era"), a Villalón? y, sobre todo, a la Giralda y el baile por sevillanas.
Un chato provincianismo con el que la Sevilla chata condesciende oculta al Juan Ramón sevillano lo mismo que en El Puerto de Santa María no se enteran de que en su colegio de los jesuitas estuvo una segunda "Residencia de Estudiantes": Juan Ramón, Villalón, Alberti o Rafael de León tuvieron el mismo profesor de Preceptiva Literaria, una asignatura que ya, ni suena. En su compañía pasaba todos los veranos el Padre Francis Morgan, el maestro de Tolkien: un tema para alguna tesis doctoral que compare "El Señor de los anillos" con la obra de nuestro poeta.
