Varias son las razones que sustentan la supervivencia de las obras clásicas. Entre ellas, el placer del reconocimiento que este espectáculo suscita a raudales.
Y es que, gracias al reconocimiento podemos sentirnos íntimamente conectados a una obra, sentir que, de alguna manera, formamos parte de ella. Y desde luego, esta nueva propuesta del Ballet de la Ópera de Munich consigue despertar en el espectador esa conexión con un lenguaje de ballet absolutamente clásico que, de entrada, nos remite al universo infantil de los cuentos de hadas.
Se trata de una impresionante producción que se atreve a subir a escena a más de cuarenta intérpretes sin escatimar en recursos. Así, la puesta en escena, fiel al espíritu originario del ballet, se sirve de una escenografía fastuosa, un vestuario espectacular y un diseño de luces rico en matices. Con ellos Ivan Liska construye un espacio escénico cautivador que alcanza su cenit en las transiciones, gracias a un telón de gasa transparente que juega con las luces para cubrir los vacíos de imagen, mientras otorga protagonismo a la música, la bendita música de Tchaikovsky que nuestra Orquesta Sinfónica interpreta con todo lujo de matices. Aunque el verdadero protagonista es la coreografía de Petipa que aquí brilla con luz propia gracias a la elevada preparación técnica de los intérpretes y a su capacidad expresiva. Cabe destacar la interpretación de Lucia Lacarra, quien nos regala un baile colmado de delicadeza y prestancia con una encomiable limpieza técnica.