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Durante cinco horas de reloj, los tres Reyes Magos y los miles de niños que les siguieron ayer por las calles de Sevilla enterraron la crisis económica de la que tanto han hablado sus padres bajo una montaña de caramelos. El cortejo también supo desempolvarse el fiasco del año pasado, y coordinó sus pasos sin perder el equilibrio entre las carrerillas, las paradas y las sonrisas de los críos.
Lo más notorio de ayer, además de que la ciudad estaba tomada por los niños y sus padres, es que los Reyes Magos aparecían en el horizonte cuando se les esperaba. Nadie se enganchó en las luces navideñas, como el año pasado, nadie tuvo que perseguir a los pajes ni esperar sentado durante dos largas horas a que asomara la corona de uno de los tres barbudos. La Cabalgata de este año ha cumplido con el público con una puntualidad británica que daría envidia al mismísimo Phileas Fogg. Al menos hasta que el cortejo enfiló hacia el Centro de la ciudad. Allí se condensaba esperando tanta gente, en calles tan estrechas, que formaron un embudo en el que se atascó la comitiva.
A las siete de la tarde, la Estrella de la Ilusión estaba en la Plaza de Cuba y a las 20.30 horas entraba por la Campana. Era un ritmo más acelerado que el de otros años, porque salía el mismo número de personas (2.500) y de carrozas (33). También era un recorrido más corto, casi tres kilómetros menos que el año pasado.
Una de las razones de que la Cabalgata de ayer saliera tan bien fue, en realidad, que mucha gente iba pensando en lo peor (hablamos de adultos, claro, a ningún niño se le ocurriría dejarse la ilusión en el perchero de casa). Algunos padres salieron preparados para mojarse, porque por la mañana el cielo amaneció más gris que el asfalto. Sin embargo, no cayó ni una gota y todos los paraguas permanecieron cerrados o invertidos para recoger la lluvia de caramelos que lanzaban las carrozas. Otros iban dispuestos a achacar cualquier inconveniente a la omnipresente crisis económica, que todo lo abarca estos días. Pero, a pesar de que se repartieron 15 toneladas menos de golosinas que el año pasado, el ritmo constante de la Cabalgata ayudó a que se repartieran mejor los que había.
Además estaban los peluches, los muñecos y las pelotas y figuras antiestrés que, como era de esperar, desataron el mayor estrés del mundo. Resulta curioso ver cómo un buen samaritano pasa de la cabeza roja y las venas del cuello inflamadas, desgañitándose, apenas sin voz y con los ojos desorbitados: "¡La pelotaaaaa, la pelotaaaa, la pelotaaaa!"... a la serenidad más absoluta con la que observa la escena anterior pero interpretada por el que está a su lado: "Ahí qué ver cómo se pone la gente, ni que estuvieran tirando euros".
De todas maneras, la fiesta de Reyes, entre carnavalesca y mágica, está fuera de toda norma social. En condiciones normales ningún padre dejaría a su hijo coger caramelos del suelo, pero ayer tres generaciones de una misma familia se encontraron agachados y de cuclillas llenándose las manos. "¿Puedo coger los del charco, papá?", le preguntó Santi, de 5 años. "No", le respondió su padre al incorporarse. Todo tiene un límite, claro. Los caramelos flotantes estaban, la mayoría, en el entorno del parque de María Luisa, donde en lugar de aceras hay albero. La tormenta del domingo dejó el parque encharcado y lleno de fango. Cuando la Cabalgata pasó por delante de la Plaza de España y en vez de adentrarse en el parque de María Luisa, como otros años, lo bordeó, las madres respiraron tranquilas. "Mejor, mejor, que se estaban poniendo perdidos", decía Lucía, agarrando del peto al pequeño Jorge.
En los Remedios, antes de que llegara la Estrella, ya se había corrido la voz de que Gaspar era el Rey que más caramelos tiraba. Debajo de la barba roja y la túnica granate estaba el empresario Manuel Fernando Rodríguez, presidente de Rohepi. Gaspar estuvo pletórico, flexionó las rodillas más que sus compañeros reales, se puso de pie para saludar siempre que la gente se lo pidió y contagió al público con su entusiasmo.
Melchor y Baltasar anduvieron más comedidos -quizá contando mentalmente las casas de niños que tendrían que visitar anoche-, pero los dos tienen acólitos de sobra, así que las hordas de críos les siguieron en paralelo con el mismo rostro encendido. "Lo que yo no entendía de chico es cómo les daba tiempo a los Reyes a hacer todo el recorrido y después repartir todos los regalos por las casas", le decía Javier a su hija Esther. "Pues porque vuelan", le respondió la niña sin pensárselo.
Aparte de sus Majestades, el diseño de las carrozas y de algunos personajes también desató pasiones. Cuando uno no es Rey, tiene que buscarse sus propios méritos para convencer a los niños. El ratón Mickey y el pato Donald, en la carroza de Lipasam, fueron los reyes de las pelotas antiestrés. La carroza de Charlie y la fábrica de chocolate tenía un diseño muy fiel a la película, tanto que algunos chavales le exigieron chocolatinas. Hubo un momento extraño en el que los padres se auparon sobre las puntillas de los pies más que sus hijos: cuando apareció la carroza de La Guerra de las Galaxias, con Darth Vader al frente y Luke Skywalker blandiendo el sable láser. Fue un espejismo, más propio de una convención freaky que de un cortejo navideño de ambiente Disney. Pero en ese instante, los padres de entre 30 y 50 años entendieron perfectamente lo que sus hijos habían estado diciendo desde que empezó el desfile: "Yo quiero salir en la Cabalgata, papá".
Menos conseguido estuvo el personaje de Indiana Jones, al que una señora describió como "un cruce entre El Barrio y el hermano grandote de Bonanza". El Mago de la Fantasía repitió túnica verde (en esto sí se notó la crisis) y cada vez que le reclamaban brazos más enérgicos, éste le daba al botón de los efectos especiales y desaparecía en una nube de humo. Todas las carrozas capitaneadas por niños, como el Barco Pirata o el Templo Samurai, estaban muy vivas por dentro y jugaban a lanzarse caramelos a discreción con el público. Porque al final, uno va a encontrarse con su Rey favorito, pero trata de llevarse los bolsillos llenos.
El Ayuntamiento estimó que ayer había en las calles medio millón de personas viendo la Cabalgata. A Baltasar, que aparece siempre en todas las revistas como el Rey Mago más elegido por los niños, se le estropeó la carroza y llegó a la meta algo más tarde, subido en el carromato de otro.
Cuando uno contempla a un niño de menos de un año, con los ojos muy abiertos y los dedos tan extendidos hacia Melchor que parece que le van a salir las uñas allí mismo, uno se da cuenta del poder que despide eso que unos llaman Navidad y otros sociedad del consumo. Al final la noche se volvió fría, pero no llovió. Quedaron muchos caramelos en las aceras, sin que nadie los tocase. Cuando la Cabalgata ya había desaparecido tras una esquina, Félix, de cuatro años, se agachó a coger uno, pero su madre le dijo: "No, ya se ha acabado".