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La consorte del Rey

La monarquía parlamentaria podría definirse como esa forma de gobierno en la que el poder ejecutivo es ejercido por un gobierno políticamente responsable ante el Parlamento, que a su vez ejerce la función legislativa.

el 15 sep 2009 / 18:04 h.

La monarquía parlamentaria podría definirse como esa forma de gobierno en la que el poder ejecutivo es ejercido por un gobierno políticamente responsable ante el Parlamento, que a su vez ejerce la función legislativa. Por ello, el Parlamento, el Gobierno y los jueces son los auténticos centros de poder, y el Rey queda reducido a una posición prácticamente honorífica: reina pero no gobierna.

El Rey no ostenta, pues, ninguno de los clásicos poderes, quedando reducido a una magistratura simbólica e integradora. Es un órgano constitucional, cuyas facultades están delimitadas por la Constitución. Principalmente, el Rey cumple una función simbólica, al ser el símbolo de unidad y permanencia del Estado. Por ello, asume la más alta representación del Estado español en las relaciones internacionales. También cumple una función de árbitro y moderador del funcionamiento regular de las instituciones.

De este modo, para poder cumplir con total pulcritud su rol constitucional, el Rey ha de mantener una estricta neutralidad, lo que se pone de manifiesto fundamentalmente a través de dos actitudes: una actitud de abstención en las elecciones y una actitud de silencio en relación a las diferentes opciones políticas y morales de la sociedad española. En caso contrario, el Rey perdería su neutralidad y dejaría, por tanto, de cumplir su rol simbólico de unidad y pondría en entredicho su función arbitral y moderadora.

Es cierto que nuestra Constitución establece que la Reina consorte o el consorte del Rey no pueden asumir funciones constitucionales salvo en caso de regencia. En buena lógica, pues, la Reina consorte (mejor sería decir, la consorte del Rey por aplicación no sexista del principio de igualdad) podría expresar sus propias opiniones sobre política, sociedad, relaciones exteriores, moral, etcétera, con plena libertad.

Pero en estos más de treinta años de vida democrática la consorte del Rey no ha cumplido la prohibición que la Constitución establece pues ha venido desempeñando, de un modo cotidiano, un papel simbólico que la Constitución le impide, por ejemplo al viajar al extranjero representando a España o al inaugurar un hospital sufragado con fondos públicos.

Y la sociedad española se lo ha permitido, incluso lo ha aplaudido. De este modo se ha producido una mutación constitucional, al ir adquiriendo la consorte del Rey funciones que le estaban reservadas al Jefe del Estado.

En consecuencia, la consorte del Rey también debería mantener una estricta neutralidad y abstenerse de expresar sus ideas políticas y morales. Pero la consorte del Rey ha hablado, expresando incluso opiniones contrarias a normas emanadas del Parlamento, órgano donde se manifiesta la voluntad popular. Y así no sólo ha perdido su necesaria neutralidad sino que ha arrastrado al propio Rey, del que es consorte, a terrenos donde legítimamente se podría poner en solfa la conveniencia de su mantenimiento.

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