Son tiempos de fidelidad incondicional en Nervión. O de ultraje al Consejo del Reino, aquel que gobiernan Jiménez y sus discípulos.
Cuando la noche plomiza decoraba el cielo de la Sevilla cuaresmal, -y carnavalera allá en los confines de San Jerónimo-, un chico de apenas 15 años asía su prenda favorita, la bandera autonómica.
Y entonces surgió desde un sector del público, fiel al 28-F, el Himno de Andalucía, majestuoso en un día de sueños incompletos. Porque el Sevilla, asediado por la prensa nacional-madridista, no es sólo Jesús Navas, ni siquiera es el fiel reflejo de su libro de estilo.
Es, sencillamente, un alumno de notables castigado en un aula de expedientes inmaculados. El de matrículas cum laude se ha esfumado al son de la nueva era.
Jiménez ha madurado. El arahalense camina con paso firme en las salas de prensa y dirige su discurso hacia la naturalidad más artificial.
Cansado de críticas exacerbadas y otras justas y sensatas, ahora es capaz de buscar soluciones hasta en los momentos más críticos. La expulsión de Romaric fue un pequeño detalle de su evolución. Restó trascendencia a la acción y comparó al africano con Francisco y Enrique Montero, dos de los mitos del Sánchez Pizjuán.
Fue atrevido hasta corroer el sentido de la realidad, aunque no criticó a su pupilo con la acidez de la etapa en la que convivía con la sombra de Juande Ramos.
Con el empate brotaron algunas críticas y la sensación de ingravidez en el plantel. Es la rutina de un técnico con fama de antiguo y formas inconclusas. Él es el entrenador del Sevilla, pero no su único representante.
Con la ausencia de un mediocentro de clase A, -algún día debería haber un careo público-, busca por la Liga su camino más correcto. Porque él es más joven que el Sevilla y el 28-F más que el andalucismo.
Tanto como que uno nació en 1905, el Sevilla, y otro en 1252, con la Notaría Mayor de Andalucía. Que Blas Infante es el emblema, no el creador. Que suene el Himno, Jiménez.
