El Sevilla de Manolo Jiménez, ciclópeo en Copa y enclenque en los últimos combates de Liga, conectó un jab en el mentón del Almería, un boxeador de caché medio y con el espíritu de los condenados a la mediocridad.
Lillo es un auténtico visionario de la revolución y en el Sánchez Pizjuán, escenario del último sorbo de gloria de la neonata UD, trató de imponer la ley de los extraños. El tolosarra es peculiar y Jiménez peculiarmente vacilante.
El arahalense aún no ha definido su estilo, aquel que castigan los adeptos al festival ofensivo y loan los fieles discípulos de Clemente y Caparrós.
El fútbol, digno reflejo de la rutina diaria, es cuestión de principios, y el conjunto de Nervión aún duda entre la ambición y el desgobierno de Riazor o la solidez y el hostigamiento progresivo del Nou Camp.
En plena decadencia y sin el aval de los títulos, aquellos que divinizaron a Juande Ramos, el triunfo era la autopista hacia una calma indefinida. Y el Almería osó proponer un intercambio de golpes. Besó la lona a los puntos, con la mandíbula encajada y los guantes limpios de sangre enemiga.
Y el Sevilla sobrevivió a la encrucijada, pero con ese halo de manifiesto conformismo que enoja a Nervión, asiduo a los ágapes de caviar y jamón en los últimos años. Cumplió con el trámite sin brillantez y con un mensaje de inquietud. Es débil y transmite miedo. Escénico.
Y también padece vértigo. Era un aspirante al título que ahora trata de no pagar el peaje. Ayer, por momentos, simuló ser un indigente de principios y riquezas, aunque con el final de la comedia saboreó aquel menú de lujo que regaló a sus comensales antes de que el Málaga inyectara morfina en el cerebro de sus genios. Instinto de supervivencia. Y el Sevilla, caníbal, no falleció. Vive.