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La cuadra de Jannis Kounellis

En Italia se quedaron boquiabiertos. Pensaron, directamente, que aquello era obra de un loco de remate. No entendían nada y la mayoría reía a carcajadas porque no sabía bien qué opinar o qué decir. Fue una provocación de tal dimensión, que avivó controversias...

el 15 sep 2009 / 23:17 h.

En Italia se quedaron boquiabiertos. Pensaron, directamente, que aquello era obra de un loco de remate. No entendían nada y la mayoría reía a carcajadas porque no sabía bien qué opinar o qué decir. Fue una provocación de tal dimensión, que avivó controversias y levantó debates en todo el mundo. No era para menos. Cuando el artista de origen griego Jannis Kounellis metió en el año 1969 doce caballos vivos en la galería l'Attico de Roma, aquello más que un golpe de efecto, fue un zarandeo en plenas entrañas del academicismo, una sacudida inesperada que los tradicionalistas entendieron como una bravata chulesca. Pero esa no era la intención de Kounellis, él no tenía voluntad de escándalo, lo único que pretendía era demostrar con hechos el estatus de poder que había alcanzado el artista, capaz de plantear cualquier situación, por inverosímil que pareciera, y ser tenida en cuenta. Era una advertencia. El sistema había ascendido a los creadores hasta posiciones estratosféricas -muy por encima del galerista, del negocio inmediato o del propio espacio expositivo-, y esa supremacía incuestionable era peligrosa. Incluso si convertían un lugar exquisito en una vulgar cuadra llena de moscas y excrementos, nadie dudaría de sus intenciones.

El estableshment del arte es como un agujero negro insaciable que fagocita todo lo que merodea a su alrededor. No se escapa nada. Los que van contra él acaban siendo pasto de su infinitud. Si algo existe, está dentro. Aunque sea destructiva, si una propuesta es inteligente o visceral, vale; sólo es cuestión de amoldarla a las nuevas circunstancias. Cualquier actitud contestataria que no nace de intereses espurios, obliga a reflexionar sobre la sociedad que estamos construyendo, cumpliendo así (sea queriendo o sin querer) una de las funciones principales del arte: reflejar el sinnúmero de cuestiones inexplicables que acongojan al mundo.

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