Algo tendrá el agua, cuando la bendicen, se decía antes; lo mismo pero más controvertido debe tener el toro que llegó a las carreteras hace medio siglo y que sigue siendo, por un lado, un totem omnipresente y, por otro, el pim-pam-pum para cualquier polémica. Para empezar debería terminar lo de "el toro de Osborne" porque es -igual que las de Dubuffet por ejemplo- la escultura de un autor que se llama Manuel Prieto, como el del logotipo de la Caixa se llama Joan Miró. Un sentido cateto de las cosas, común a toda España y cultivado durante siglos por corrientes retrógradas en todos los sentidos, nos mantiene a ras de tierra, nos impide poner en valor lo nuestro y nos lleva a mezclar churras con merinas. Así somos.
La polémica de ese toro en Utrera, a fin de cuentas, no es sino el último episodio de un rosario sólo con misterios dolorosos e incoherentes. Fue el icono de la exposición Cien años de diseño español en el Reina Sofía pero a nosotros ¿qué nos importa?; ¿que nadie sabe que Utrera fue la cuna del toro de lidia?, pues lo decimos mezclándolo con la Virgen de Consolación y así no protestan incultos y carcas locales. Igual que si tenemos que quedarnos sin una obra de Zaha Hadid, nos quedamos y tan frescos. ¿Tampoco la de Moneo?, pues tampoco, no pasa nada. Aquel célebre grito de ¡Vivan las caenas! no fue un episodio; sigue siendo una lacra. Y bendecida continuamente.
Antonio Zoido es escritor e historiador