Apenas tenía 22 años. Pequeño, renegrido, húngaro judío agitanado, emigrante en Francia por gracia de Adolf Hitler, sólo llevaba un par de años dedicándose en serio a la fotografía, con la que a duras penas se ganaba el pan. Decía que sí a cualquier cosa que se le pusiera por delante, y el encargo llegó: hay que ir a España. Y a España se marchó. Corría el año 1935. Así fue como Robert Capa, que aún no se llamaba así sino que firmaba sus fotos con su verdadero nombre, el de André Friedmann, ni era el mito de la fotografía que es hoy, pisó por primera vez la península. Un año más tarde volvería para retratar la Guerra Civil desde las líneas republicanas, para congelar con su Leica la foto del miliciano que cae en el momento de ser alcanzado por un tiro, en mitad de los montes de Cerro Muriano, y por la que lo bautizaron como el mejor fotógrafo de guerra de la historia. A eso se dedicó hasta que una mina se lo llevó por delante en Indochina en 1954, a retratar dolor, exilio y ausencia. Pero hubo un antes, más festivo, más lúdico, y ese antes pasó por Sevilla. Y por su Semana Santa, que exprimió vivamente.
A Capa lo envió a España la revista francesa Vu, con el objetivo de llevarse a París el máximo número de reportajes en el menor tiempo posible (hay cosas que no cambian). Su primera escala fue en San Sebastián, donde fotografió al boxeador Paulino Uzkudun, y de allí voló a Madrid para retratar a Emilio Herrera, que preparaba un récord de ascenso en globo, y a Juan de la Cierva, el inventor del autogiro. A Sevilla partió con retraso, porque su poca pericia revelando fotos en el improvisado cuarto oscuro de su habitación de hotel le hizo perder casi todo el material recabado hasta entonces; tuvo que hacer sus reportajes madrileños desde cero, pero llegó a tiempo “a la semana que precede a la Pascua”, como explica Richard Whelan, el biógrafo oficial de Capa. El fotógrafo dijo en sus notas que la Semana Santa le pareció “la fiesta más sagrada y al mismo tiempo la más profana” de Europa. Se quedó la semana previa, la de Pasión y hasta el arranque de la Feria de Abril. Por eso terminó por mezclar conceptos y asegurar a sus allegados que las calles de Sevilla “estaban llenas de señoritos a caballo, damas con mantilla en viejos carruajes, gitanos, bailaoras de flamenco, toreros, folclóricas vestidas de trajes de faralaes, miles de turistas borrachos y bullangueros, muchachos que tiran petardos y, por encima de todo, espectaculares procesiones religiosas”. En ellas se centró Capa, aunque sus imágenes demuestran que su interés estaba infinitamente más cerca de lo humano que de lo divino. Sus fotografías secuestran caras, gestos, emociones, pero ni un solo paso procesional, salvo un varal perdido en un ángulo muerto. Así son las tres que se han publicado desde entonces en distintas recopilaciones y los negativos que se conservan en la sede neoyorquina de la Agencia Magnum, creada por Capa y otros grandes del oficio (Cartier-Bresson, Rodger, Seymour) en 1947. “Del viaje a Sevilla se guardan una veintena de instantáneas en nuestros fondos. La mayoría reflejan escenas festivas de calle, que es lo que Vu le había encargado. Tiene una especial predilección por los niños y por las emociones populares y también extrajo estampas de zonas como Santa Cruz, aunque estas últimas no llegaron a publicarse en papel y se quedaron en su archivo privado, en el de la revista y en el de Lucien Vogel, editor de la publicación y amigo personal del señor Capa”, relatan al teléfono los conservadores del legado Capa, a los que es imposible sacarles un botón de muestra de aquella Sevilla secreta.
Cigarreras y catedral. De las tres imágenes conocidas, dos pintan la Semana Santa y la tercera, la Feria. La primera de ellas capta a un pequeño hermano de Las Cigarreras cuando procesiona por San Fernando, vara en mano y antifaz levantado, por delante de los acólitos del Cristo. Como explica el archivero y teniente de hermano mayor de Las Cigarreras, José Manuel López Bernal, la hermandad no tenía conocimiento de esta fotografía. “Soy documentalista y conozco el valor de una fotografía de Robert Capa. Es un honor inmenso saber que su foto más emblemática de la Semana Santa sevillana nos tiene como protagonistas. Es un tesoro lo que hemos encontrado”, reconoce. Las Cigarreras se afanan ahora en intentar ponerle nombre a ese niño con cara de pillo, cansado de antifaz, que se apoya en su vara. La foto corre por entre los hermanos, se revisan fichas, se calculan edades. “Tenemos que dar con él, es un referente mundial y un valor añadido para nosotros que debemos conocer a fondo”, reconoce López Bernal.
La otra imagen de la Semana Grande sevillana fue tomada junto a la Catedral. No muestra los fastos de las hermandades ni el lujo de la burguesía de los palcos sino al pueblo llano, humilde, que contempla los pasos en pie, más allá de las sillas de anea, cara al sol, con la devoción hecha fortaleza. Rostros arrugados, niños con muletas, guardias de tricornio acharolado, todos junto a las gradas de la Catedral, como cuatro siglos atrás. A su hermano pequeño, Cornell, André le contó que la entrega febril que encontró en Sevilla le revivió “la intensidad de las fiestas judías”, que vivió en Budapest, que siempre vio con ojos curiosos pero sin fe, hijo de una familia poco practicante, de sinagoga ocasional, mal estudiante que aprobaba hebreo y religión gracias a los puros vieneses con los que sus padres compraban al profesor.
En sus confesiones fraternales dejó claro que, a su corta edad, la Feria le marcó infinitamente más. “Qué alegría en España, qué intensidad de vida”, relató en una de las cartas que envió a su madre, Julia, en esos meses. Aún en blanco y negro, ahí están las volanderas del Real, con niños de pantalón corto y franela, que tuvieron menos encaje en Vu, más dispuestos a exponer la pintoresca presencia de capirotes y abuelas de negro. Conocido juerguista, no tuvo mucha ocasión de disfrutar la fiesta en Sevilla, porque el sueldo de un principiante que cubría el reportaje porque todos los demás fotógrafos estaban ocupados no daba para mucho. Menos aún si le sacan los cuartos, como es el caso: Capa decidió no alojarse en un hotel sino en una casa particular, para ahorrar algo de dinero, y encontró a José Filipo Octavio de Toledo, de origen madrileño, sin oficio conocido. La rebaja en el alojamiento le salió cara, porque don José agravó notablemente sus problemas económicos: “Se ha tomado la semana libre. ¿Para qué va a trabajar si su distinguido amigo puede pagar?”, contaba el fotógrafo en otra carta enviada a su amiga Gerda Pohorylle (Gerda Taro). Pese a las estrecheces, se sumó a la fiesta con toda la intensidad que le fue posible. Por poco se queda sin dinero para regresar a Madrid: se salvó birlando 20 pesetas a don José y, como siempre, con la gracia divina de su madre que, a través de sus tías, logró enviarle una carta con un billete de 10 dólares. “Sin ese billete –relata Whelan–, habría tenido que echarle cara”. De Sevilla Capa se llevó, además, sus primeras coplas en español, que tanto repetiría a la luz de una colilla en las trincheras del 36. Antes, tras pasar por Madrid y Tossa de Mar, se las cantó a Gerda en las playas de Santa Margarita. Y la amiga se hizo amante, hasta que la guerra se la arrebató.
Una temática insólita en su producción
Abocado a cubrir conflictos bélicos, Capa tuvo poca relación con la fiesta y la tradición. “Por eso son tan importantes sus imágenes de Sevilla, porque muestran una temática insólita en su producción”, explican los conservadores de su legado. El ocio nunca fue su fuerte, aunque en las trincheras en las que se movió siempre trató de sacar los momentos de relax de los asediados: el té en los refugios antiaéreos de Londres, las partidas de cartas antes de tirarse en paracaídas en Sicilia, los niños que juegan con balones de trapo en las afueras de París. “Todo lo que muestra la cara amable del pueblo, pero no sus fiestas. Para Sevilla tenía un encargo claro de su revista y era el exotismo de la Semana Santa, aunque lo captó a su forma”.
Bob el español
Robert Capa, el español, nació húngaro, marchó a Alemania a estudiar periodismo –presionado por su conciencia política y el hartazgo de la burguesía de Budapest– y acabó en Francia huyendo de los nazis. Bohemio, buscavidas, risueño y tierno calavera, se estrenó en la fotografía en 1932, con un mitin de León Trotsky. En París encontró el caldo de cultivo ideal para su arte, rodeado de jóvenes apátridas y aventureros. Retrató los movimientos sindicales de Francia y alguna protesta nacionalista, pudo comer gracias a los encargos de Vu y fue en 1936 cuando tuvo su consagración, al cubrir la Guerra Civil española, fieramente comprometido con los republicanos. Acompañado de su pareja, Gerda Taro (a la que un tanque aplastó en Brunete y quien inventó su nombre ficticio para vender más caras sus fotos, como si de un prestigioso americano se tratase), retrató el frente catalán, el Ebro, los bombardeos de Málaga y Almería, el asedio a la ciudad universitaria de Madrid, el éxodo a Francia... así se entrenó para cubrir la II Guerra Mundial: estuvo en África, en Italia, en el cerco a Londres, en la liberación de París y la caída de Berlín y en el desembarco de Normandía, donde fue el único fotógrafo, aunque un ayudante de revelado quemase el 90% de sus negativos de ese día. Amante de Ingrid Bergman y amigo de Hemingway, Picasso y Houston, murió en Indochina al pisar una mina. Tenía 41 años.