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La fiebre del oro

Un innovador empresario alemán ha anunciado su intención de instalar en aeropuertos y estaciones de tren de Alemania más de quinientas máquinas expendedoras, semejantes a las que ofrecen chocolatinas o refrescos...

el 16 sep 2009 / 04:44 h.

Un innovador empresario alemán ha anunciado su intención de instalar en aeropuertos y estaciones de tren de Alemania más de quinientas máquinas expendedoras, semejantes a las que ofrecen chocolatinas o refrescos. La novedad consiste en que estos útiles cacharros van a vender ahora pequeños lingotes de oro. Este emprendedor ha declarado que su intención es ayudar al pueblo alemán en su actual ansiedad por la crisis, aliviando de paso esa renovada angustia nacional, fundamentada en las dos veces en el pasado en las que, por culpa de las gravísimas crisis vividas, han visto cómo se volatilizaban todos sus bienes y sus ahorros. El gancho publicitario se basa en una idea aparentemente simple, "el oro es una buena cosa para llevar en el bolsillo en tiempos de incertidumbre".

Ya me imagino a esos dulces e inocentes críos pidiendo a sus padres, en el típico retraso de su vuelo, un puñado de euros para satisfacer un irrefrenable impulso de consumo. Un banquero de inversiones alemán ha comentado, con indudable brillantez, que ésta es una magnífica iniciativa, porque permite a los viajeros conseguir "este gran regalo para niños, porque para ellos el oro es como un cuento de hadas". Sobran los comentarios.

Ya puestos, se podrían instalar otras máquinas con disfraces de buscadores de oro. También con las habituales vestimentas de ese peliculero oficio de cazarecompensas, ya sabemos que la avaricia está socialmente bien vista. Se podrían instalar simuladas cabezas de bisontes o incluso pieles rojas con los que practicar el tiro. También expendedoras de diamantes, incluso de pequeñas botellitas de sustancias como el ántrax, creo que cotizan bien en el mercado del terrorismo internacional. Por qué no un kit completo de asaltador de trenes o de bancos. Ya puestos, a la vista del floreciente negocio en tierras lejanas, vender armas de fuego, sin munición, eso sí, no vayamos a meter en un lío al transporte público.

Todo sea por la noble causa de la sensación de seguridad individual.

Me preocupa este tipo de iniciativas, su mensaje subliminal. Volver a vender oro como un refugio para la seguridad personal, con un método tan banal como comprar una barrita de chocolate, barre simbólicamente la utilidad de la política y de sus instituciones, por su presunta ineficacia a la hora de ofrecer seguridad y certeza de un futuro individual.

Arrasa también con la confianza en las entidades financieras, demostrando una escasa fe en su capacidad de custodia de los ahorros personales, recuperando esa antiquísima costumbre de esconder algo tan mítico como el oro en cutres e ineficaces escondrijos domésticos.

Lo más inquietante de esta seductora oferta, es que dinamita en cuestión de segundos, la ya dificultosa pedagogía infantil de una felicidad posible sin la acumulación irracional de bienes.

Me cuesta imaginarme con mi hijo a punto de coger un tren, con unos arrugados euros en la mano, esperando satisfacer, gracias a esa máquina, esa nueva sed en forma de lingote de oro. Me pregunto qué más nos quedará por ver en esta maldita crisis.

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