Las reacciones que ha generado la nueva directiva europea por la cual se suprime la prohibición de una semana laboral superior a 48 horas muestran un comprensible tono de perplejidad y, avisados como estamos, de prudencia. Pero la cosa no tiene demasiadas vueltas.
Es lo que parece: un rotundo retroceso para los derechos sociales de los trabajadores, alentado por la desgraciada conjunción en los países más influyentes de la UE de un puñado de gobiernos de inspiración conservadora, muy seriamente desnortados además.
Para hacernos una idea del paso hacia atrás que podemos dar (aun debe ser aprobado por el Parlamento Europeo), baste saber que fue hace dos siglos cuando por primera vez en España se reguló por Ley el tiempo de trabajo, estableciendo una jornada de 9 horas para los albañiles.
En 1919 se establece la jornada laboral de 8 horas en la Industria. En 1931, en la II República, se fijó como límite ordinario estas 8 horas diarias, lo que suponía, en la generalidad de los sectores productivos, una jornada semanal de 48 horas. De este modo recogía lo aprobado por la Organización Internacional de Trabajadores en 1917.
La Ley de Relaciones Laborales limita, en 1976, la jornada a las 44 horas semanales. El Estatuto de los Trabajadores (1979) la rebajó aún más: 43 horas en el caso jornada partida y 42 horas para jornadas continuas. Ya en 1982, se instaura la actual jornada máxima de 40 horas semanales.
La supuesta justificación que tiene la supresión de ese límite semanal es permitir aumentar la flexibilidad y competitividad de la economía europea en un momento de vacas flacas. Y para ello se pretende generalizar el sistema británico (que hasta ahora ha sido la excepción dentro de la UE) donde no hay límite de tiempo y el trabajador pacta con el empresario su jornada. Como si estuvieran en condiciones de igualdad y renunciando a la molestia de los sindicatos.
El caso es que pensábamos que estábamos en otra cosa. Por ejemplo, discutiendo la mejor manera de conciliar vida laboral y familiar para tratar de remediar los pobres índices de natalidad. Sin embargo, nos encontramos con un frenazo para el mantenimiento del modelo social del que se enorgullecía Europa no hace mucho.
Tal vez sea que las grandes conquistas sociales observadas tan lejos del contexto en que se implantaron parezcan trabas caprichosas a la actividad económica. Algo de eso es lo que está propiciando la laminación de los impuestos sobre la riqueza, y lo que anda tras los movimientos para desnaturalizar los diferentes mecanismos legales y presupuestarios de protección social.
O tal vez sea, como ya decía, que la mala suerte haya deparado a la UE por dirigentes a una cuadrilla de tuercebotas sin imaginación cuya única propuesta para combatir al dumping social que practican, y siempre practicaron, nuestros competidores sea, ahora, la de sucumbir a él.
Si bien el debate en nuestro país ha quedado muy amortiguado por la oposición de prácticamente todas las fuerzas políticas, sorprende la tibia reacción hasta ahora de los representantes sociales ante una medida que amenaza con reducirlos a la insignificancia.
Catedrático de Hacienda Pública
jsanchezm@uma.es