Por Derecho

La frontera de la inmigración

800 subsaharianos intentaron saltar la valla de Melilla hace 48 horas. Sólo 10 lo lograron. ¿Quiénes son los inmigrantes? ¿Por qué arriesgan la vida para entrar? ¿Cómo les recibe esta tierra? ¿Han empezado a pasar los andaluces al otro lado?

el 29 mar 2014 / 08:50 h.

Pateras. Cayucos. Inmigración. Subsaharianos. Invasión. Son conceptos que llevan años bailando en las portadas de la prensa española, aunque han vuelto a primera plana tras la muerte de 15 africanos que intentaban llegar a Ceuta. El dolor humano por verse frente a quince cadáveres ha vuelto a marcar la opinión pública respecto al drama de quienes intentan, a toda costa, alcanzar una vida mejor. Y a la vez ha atizado los ancestrales temores y suspicacias de verse rodeado, superado, por un flujo incesante de forasteros. Basta con echar un vistazo a las calles de Sevilla o Madrid –y no digamos ya los invernaderos de Almería– para saber que esa vida mejor que anhelan los pasajeros de los cayucos a menudo no es más que un espejismo. Pero igual espejismo vive la sociedad española que pide, con más ahínco en el contexto de la crisis financiera que vive Europa desde 2008, levantar muros más altos contra la invasión. Porque los inmigrantes no vienen en barco, ni saltan vallas. Vienen en avión. Las cifras están ahí: el último informe de la Fundación SM, correspondiente al pasado año, puso de manifiesto que los subsaharianos que llegan a España solo suponen un 6,3% de la cifra global de inmigrantes. En términos estadísticos son casi invisibles y, en todo caso, muy lejos de los rumanos (19%), los marroquíes (18,8%) o los ecuatorianos (9,4%). Y desde luego, a nadie se le ocurre pensar que el tercer país de origen de inmigrantes es Reino Unido y el quinto, Alemania, que hay más franceses en España que dominicanos y más polacos que senegaleses. Y aunque los 5.730.667 extranjeros que viven en nuestro país –el 12,2 por ciento de la población total– siguen pareciendo demasiados a ciertos sectores de la opinión pública, España aún es una sociedad muy poco mestiza, muy poco entremezclada en comparación con Alemania, Grecia, Francia o Países Bajos. inmigracionLo cual no quiere decir que aquellos países hayan resuelto la ecuación: la necesidad de mano de obra extranjera que llevó a Alemania en los años sesenta a firmar acuerdos para importar a los trabajadores huéspedes no llevó a un entendimiento cultural, no posibilitó la integración, no colocó fundamentos para un crecimiento conjunto en un marco de valores comunes. Esencialmente porque el propio concepto del gastarbeiter suponía que volvería a su tierra, una vez el país anfitrión ya no le necesitara. Como sabemos no fue así. Hoy es obvio que la globalización –un proceso histórico al que no hay manera de oponerse– no puede llevarse a cabo haciendo circular únicamente finanzas, bienes e información, pero no personas. Los flujos migratorios forman un fenómeno de nuestro siglo –en realidad, de todos los siglos, aunque lo hayamos querido olvidar– y sólo hay un camino hacia adelante: entenderlos, aceptarlos, crear las condiciones para que enriquezcan a todos. Sobre todo entenderlos. Durante demasiado tiempo se ha considerado la cuestión únicamente bajo dos vertientes: o bien la de la competencia por unos puestos de trabajo escasos, o bien la del sentimiento humanitario que obliga a ayudar al necesitado. El primer enfoque –el miedo del trabajador de que vengan a quitarle lo que es suyo: el trabajo, el sueldo, el pan– ha sido explotado sin escrúpulos por numerosos partidos de la derecha en toda Europa, e incluso ha dado lugar a aleaciones muy poco recomendables, mezclando el miedo al competidor laboral con la vieja guerra del cristiano contra el musulmán, pintado en guisa de invasor, como si aún se tratara de los jenízaros otomanos. Sin querer ver, por supuesto, que si hoy existe un semillero del islamismo radical, este es Europa, terreno de conversos, no los países que llevan siglos siendo musulmanes. El segundo enfoque, el humanitario, se ha dedicado a combatir con inmensas dosis de buena voluntad contra estos brotes de racismo, insistiendo a pintar a los inmigrantes subsaharianos –siempre se llevan la palma en atención mediática: de la presencia de enormes contingentes colombianos o argentinos entre nosotros, nadie parece percatarse– como víctimas de un continente explotado, empobrecido y destruido por las guerras, que no tienen más remedio que huir. Y a los que no hay más remedio que ayudar. Pero la ayuda por motivos humanitarios nunca ha conseguido convertirse en la base de las políticas sociales y económicas de un país. Por eso, el discurso de la compasión está abocado al fracaso: no toma en cuenta que en realidad, la inmigración aporta dinero al país anfitrión, enriquece sus arcas públicas y dinamiza su diversificación económica. Ahorra los gastos de enseñanza y formación y a menudo abre nuevos sectores económicos en un ambiente de crecimiento estancado. Y desde luego, cada inmigrante podría venir con un pan bajo el brazo –o un fajo de billetes de varios miles de euros– si no tuviera que gastárselos en las mafias de la inmigración, aquellas que, como todas las mafias, viven, se desarrollan y crecen gracias a las políticas restrictivas que ponen cerco al destino, como si de una droga ilegal se tratase. Y empleamos aquí mafias en el sentido más amplio de la palabra: desde luego, los subsaharianos que acampan en las colinas ante la valla de Ceuta están totalmente abandonados a su suerte, no forman parte de ningún plan diabólico para conquistar España, pero también ellos, normalmente, han tenido que pagar un alto coste, en dinero y en dignidad, a bandoleros, dueños de vehículos y policías fronterizos para llegar hasta allí. Esta realidad no es fácil de ver en un marco político-social que relega al inmigrante siempre a los puestos más bajos de la economía, a la mano de obra no cualificada, sin importarle si posee estudios superiores –de hecho, la mayoría de los inmigrantes africanos, incluidos los marroquíes, sí poseen estudios por encima de la media de su país, y del total de inmigrantes, la mitad ha completado la enseñanza secundaria– y sin aceptarlos si los posee: convalidar un título extranjero en España raya en lo imposible. Sí: vienen para quedarse. Así lo afirman un 53 por ciento de los hombres y un 60 por ciento de las mujeres en el estudio realizado por SM. Del resto, la mayoría piensa quedarse un tiempo más para ahorrar dinero y regresar a su país. En consonancia, la población inmigrante ha bajado poco, pese a la crisis. En nuestra comunidad, considerada la frontera sur de Europa, el Observatorio Permanente Andaluz de las Migraciones (Opam) detectó el pasado año una reducción de los flujos migratorios a raíz de la crisis, pero no el retorno masivo que muchos vaticinaban. Continuaba la tendencia a regularizarse y adquirir la nacionalidad por motivo de residencia (el requisito son 10 años de estancia legal). El colectivo extranjero más numeroso, procedente de la UE, se ha reducido en 12.000 personas en los últimos tres años. El colectivo de rumanos y búlgaros ha disminuido en 5.000. Es cierto que el número de africanos ha aumentado en el mismo periodo, pero en una cifra anecdótica: unos 700. Son estos 700 –resultado neto entre los que se han ido y los que han entrado– los que remueven las conciencias, dan lugar a portadas de periódico enormemente criticadas, parecen determinar el discurso de los partidos y las políticas públicas. Pero antes de afiliarnos a una visión concreta vendría bien conocer las realidad de la inmigración. En esta entrega de la serie Por derecho analizaremos las claves: ¿de dónde vienen? ¿por qué vías? ¿qué trabajo podrán encontrar? ¿tendrán fácil alquilar vivienda? ¿recibir atención sanitaria? ¿adquirir un día la nacionalidad española? Asimismo, nos asomamos a la frontera de Ceuta que para muchos africanos traza la línea de separación con el sueño europeo. Conocer la realidad de primera mano es fundamental para gestionar correctamente un bien tan valioso –en términos puramente económicos para la buena marcha de un país: ahí están los estudios– como es la inmigración. El hecho de que casi todas las competencias en la materia sean de titularidad estatal –empezando por la propia Ley de Extranjería– no exime a las comunidades autónomas de redoblar sus esfuerzos en lo que respecta a formación, sensibilización e integración. En el caso concreto andaluz, urge presentar el III Plan Integral para la Inmigración de Andalucía, que llega con cinco años de retraso. A favor del ejecutivo de Susana Díaz está la de mantener la asistencia médica a inmigrantes, después de que la ministra de Sanidad, Ana Mato, anunciara que no bastaría estar empadronado en España para acceder a la tarjeta sanitaria. Andalucía, tierra de emigrantes –aquellos emigrantes que hicieron posible el milagro económico de Cataluña a inicios del siglo pasado, sin ir más lejos–, terreno de mestizaje histórico y de cruce de caminos, hará bien en entender la inmigración como un valor añadido. Y hará bien en prevenir la senda equivocada de la ghettoización, la reclusión en espacios estancos, por la que resbaló Alemania. Pero sólo mediante la integración, laboral, social, jurídica, se pueden colocar los fundamentos de unos valores compartidos, del respeto a las personas, frente al pensamiento de clanes, de la igualdad frente a una guerra de clases equivocadas, de trabajadores blancos contra trabajadores negros.

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