La mayor fiesta del deporte la constituye sin dudarlo las Olimpíadas. Cada cuatro años se da el acontecimiento universal por excelencia, la demostración de que los seres humanos pueden aparcar sus diferencias y disfrutar de la competición deportiva en estado puro, con los mejores en cada una de las especialidades y las delegaciones nacionales ambicionando la victoria para mayor gloria de sus paisanos. Aunque la tozuda realidad es que el mundo no tiene tregua olímpica por muchos Juegos que se celebren, la ciudadanía si quiere un paréntesis para presenciar a sus ídolos, aplaudir a sus héroes locales, soñar con el metal dorado.
Hace cuarenta años España iba a la gran cita olímpica con lo puesto y poco más. Tras el 92, nuestro país se ha afianzado en esa zona media de naciones donde ya disponemos de representantes en todas las competiciones, de favoritos a subir al podio, de medallistas casi sin salir del autobús. Todo ha cambiado, como también ha cambiado nuestra piel de toro. Ya no disfrutamos sólo con la grandeza del acto aislado, de la heroicidad casi por accidente, ahora tenemos deportistas extraordinarios -muchos y con talento- en los que nos vemos reflejados por su capacidad, su espíritu o su calidad humana. Suerte para Pekín, campeones.
