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La guerra del nitrógeno

Si algo caracteriza a nuestra sociedad hoy es la imposibilidad de mantener un debate con sentido común, proporcionalidad y honradez intelectual. Cualquier elemento susceptible de discusión se convierte en el espantajo del maniqueísmo al uso. El reciente caso de la gresca entre cocineros lo confirma. Españoles: ahora una de las dos cocinas ha de helarnos el corazón.

el 15 sep 2009 / 05:43 h.

La invectiva derramada por Santi Santamaría, propietario del Racó de Can Fabes, uno de los popes triestrellados por Michelín, contra sus compañeros del olimpo gastronómico, vuelve a confirmar el gusto carpetovetónico por los falsos dilemas: la cocina moderna es cosa progresista, un ejercicio para noveleros, un insustancial empeño de las vanguardias intelectuales, un asunto de tontos complacientes dispuestos a abonar facturones que no merecen los platos que les sirven envueltos en epítetos y metáforas mentirosas. Este es el resumen, insulto más, insulto menos. La cocina tradicional, en cambio, es cosa de la gente de orden, de las familias y los consumidores respetables, de gente recia que sabe lo que come y paga, imposible de timar porque no cuela con tanto mamarracho en forma de plato. Faltan 10 minutos para que alguien se ponga bravo y diga que la del cocido madrileño es la verdadera, única, grande y libre cocina que han conocido los fogones españoles, con dos cojones de los de toda la vida.

En fin, que los aventadores de diferencias abisales creen que todo se reduce a una guerra titánica del gazpacho cargado de ajo y la tortilla de patatas contra la espuma de ostra al genjibre. Las lentejas contra la esferificación de fabes, la carne con papas luchando a brazo partido contra la carrillera liofilizada con chips de alcachofa. La sutileza contra la testosterona. Y no es eso. Es falso.

Sólo Santamaría sabrá por qué ha tirado la piedra, aunque hay que agradecerle que no haya escondido la mano. Él sabrá por qué ha arrojado sombras sobre la salubridad de los ingredientes que se emplean, por qué ha denunciado el supuesto timo que representan las cartas de su dilectos colegas y el facturón que pasan al cargo por tan esquinados servicios. Santamaría sabrá, porque él mismo utiliza ingredientes como la procrema (un estabilizante industrial que emplea varios aditivos que no tienen nada de natural) o el glicerol (el humectante E-422). Santamaría sabrá, porque en su carta tampoco especifica a sus clientes qué ingredientes utiliza y, en cualquier caso, sus facturones compiten a lo largo y ancho con los de Bulli, Arzak o Martín Berasategui. De hecho, su denuncia ha sido negada tanto por la Agencia de Salud Alimentaria como por prestigiosos expertos. Y aunque da la sensación de que se la ido la olla, nunca mejor dicho, tampoco estoy con el coro que lo quiere lapidar por expresar sus opiniones, por nocivas que hayan sido para la nueva cocina española.

Sin embargo, si no estuviéramos tan imbuidos de la guerra del nitrógeno que se ha desatado entre clásicos y modernos, seríamos capaces de reconocerle a la cocina actual española, la tecnoemocional, la molecular o la cocina recreación, como con acierto la ha bautizado también Fernando Huidobro, o como quieran llamarla, sus grandes aportaciones a la restauración española. Incluso podríamos señalar sus grandes defectos. De entrada y sin dejar la actividad estrictamente gastronómica, cabe añadir que nunca como hoy y de la mano de esos afamados chefs se ha dado tanta primacía a los productos frescos en la mesa. Tanta ignorancia y tanta mala baba como se emplea no oculta la verdad: la mayoría de las investigaciones de los grandes de la cocina española actual tienen por objeto presentar creaciones que potencien y preserven el sabor de los productos de calidad y de temporada (el caso más preclaro es el Mugaritz de Aduritz, con sus cartas estacionales y su exquisito mimo por la raíz pura de la fronda y la huerta que le circunda). Pocos cocineros cuidarán tanto las piezas salidas del mar como Arzak, Berasategui, Subijana o el andaluz Dani García en su Calima de Marbella (proberviales son sus espetos con ventrescas de pescado azul del Mediterráneo). Y sin salir de Andalucía, Ángel León en A Poniente, en El Puerto de Santa María, ha investigado para clarificar y desgrasar los caldos con ingredientes procedentes de los propios pescados. Ese es otro de los hallazgos de la cocina que se practica hoy en nuestro país, la capacidad que ha tenido de eliminar el exceso de grasas innecesarias en los platos, un defecto del que siempre pecaron muchos de los otrora entronizados cocineros patrios.

Aunque ya lo dice el refrán: benditos sean los que nos imitan porque de ellos serán nuestros defectos. Junto a los grandes maestros que hoy ocupan las portadas de los periódicos, subsiste una legión de pseudo cocineros que son los que, en verdad, han perjudicado la imagen de la gastronomía más actual. Ésos que sin conocer las bases y los rudimentos básicos del oficio se han lanzado a imitar espumas imposibles, han ensayado estúpidas deconstrucciones y, sobre todo, han parido empalagosos e insoportables nombres para su mediocridad.

Pero hay dos cosas más que la nueva cocina española y estos chefs tan criticados han hecho por nosotros. Una de ellas ha sido la introducción de un concepto de la higiene y la manipulación alimentaria desconocida hasta hora. Basta entrar en una de sus cocinas para comprender que los nuevos tiempos han llegado a los fogones. La asepsia, la calidad de los utensilios, la limpieza, la cadena de frío perfectamente garantizada, la separación de las zonas para tratar los distintos alimentos, la cultura y la formación técnica de los trabajadores, y el orden que rige en estas cocinas-laboratorios-quirófanos es insuperable y tranquilizador. Y eso sí que es importante para el consumidor: saber que la calidad de lo que se lleva a la boca está absolutamente garantizada. Que no le dan gato por liebre ni congelado por fresco, ni recias salsas que pretendan tapar la falta de frescura de un besugo. Esto es mucho más importante que emplearse en un absurdo desprestigio por el uso de los mismos glutamatos sódicos, aspartamos o metilcelulosas que tan despreocupadamente se administran a los más pequeños desde hace años en forma de bollería industrial o croquetas congeladas. Y aún hay algo más, de la mano de gente como Ferrán Adriá, España ha brindado al exterior su imagen más moderna. Lamentablemente, por encima de muchas artes tan reconocidas y aplaudidas como anquilosadas. España ha proyectado una imagen de vanguardia, imitada y aplaudida por medio mundo. Se ha edificado una industria económica floreciente y nos hemos sacudido de la solapa el topicazo de la cocina grasienta con exceso de ajo y la penosa digestión provocada por paellas imposibles y sangrías de bote que se derramaban sobre manteles de papel.

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