El Papa Benedicto XVI ha dado luz verde al nuevo inventario de pecados que regirá para todo el orbe católico. El penitenciario Apostólico, que es el órgano de la Iglesia sobre el que recae la responsabilidad de los asuntos relacionados con la confesión y las indulgencias ha sido el encargado de agregar hasta media docena de pecados más. Entre ellos destacan el consumo de drogas, la acumulación excesiva de riqueza, ocasionar daños al medio ambiente o hacer experimentos genéticos. A la vez, la Iglesia fija sus prioridades en combatir el aborto y el abuso de menores, un asunto que le ha afectado duramente.
Se trata, sin duda, de una puesta al al día del catálogo clásico de pecados, que arranca en el siglo XVI y perdura, en sus aspectos más notables, hasta nuestros días. En la mayoría de los casos, lo que la Iglesia considera pecados son en realidad delitos tipificados en el código penal de cada país, que fue actualizando sus tipos penales con más agilidad que la Iglesia. Es encomiable el interés doctrinal que demuestra el nuevo Papa al indicar a los católicos las nuevas fronteras del mal y del bien, que, al fin, vienen a coincidir con los valores morales que defiende. Sin embargo, y con todo el respeto a la legitimidad que tiene cada confesión para considerar pecado el hecho o comportamiento que considere oportuno, la Iglesia tiene más caminos aún inexplorados para su actualización definitiva. El primero, sin salir de España, es el de no aspirar a que sus doctrinas morales impregnen la acción política de los gobiernos emanados de las urnas. El segundo, asumir el papel "privado" de la religión de cada cual; y el tercero, que sería revolucionario, el ensayo serio y definitivo para que una Iglesia moderna conviviera en paz y sin proclamar el apocalipsis ante cada decisión que no es de su agrado con los gobiernos legítimamente elegidos por los españoles. Seguro que hay tajo modernizador para la jerarquía católica además de cargar a los fieles con más pecados.