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La insoportable integridad del ser

el 27 feb 2011 / 08:56 h.

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Hasta el aciago día de 1993 en que al fin lo comprendió todo, Alfonso Guerra soportó incólume durante quince años el que sonaran, al otro lado de los cristales del coche oficial, los aclamadores gritos de ¡Felipe, Felipe, Felipe! Tan cabalmente lo aceptó que no sólo lo dio por normal, sino también por correcto. Sin embargo, con los años, los dos ocupantes de ese cochazo oscuro habrían de interpretar de forma muy diferente ese clamor popular: el líder acabó viviéndolo inconscientemente, como una especie de repiqueteo en los cristales fruto de un fenómeno meteorológico absolutamente natural.

Para el segundo, en cambio, fiel a esa capacidad suya de asombro cultivada con la lectura, aquello era un motivo permanente de estupor, de llamamiento urgente a ser auténtico, un pedazo de memento mori de mucho cuidado. No es extraño que se forjara tantos enemigos porque, además de los normales que toda persona decente tiene, Alfonso Guerra padece la insoportable integridad del ser. Y eso ofende muchísimo. En sus memorias, al referirse no a Felipe sino a quienes sucumben al poder y rinden al dinero hasta la última coma de su carta de principios y valores, escribe: "Actúo, sin pretenderlo, como un espejo que refleja su claudicación." Oficialmente, ya lo es. Extraoficialmente, ya lo era. Litúrgicamente, lo será mañana en el acto oficial: Hijo Predilecto de Andalucía.

Probablemente no sospechaba que obtendría un título de nobleza popular como éste cuando en los mítines hablaba de sí mismo y de los suyos como los descamisaos a los que los señoritos no podían ni ver. Años después se puso más fino: "El que se mueve no sale en la foto", una expresión que va camino de incorporarse al refranero popular, también fue una ocurrencia de él, el entonces vicepresidente del Gobierno Alfonso Guerra, lo mismo que aquel "a España no la va a conocer ni la madre que la parió" con el que expresó su declaración de intenciones cuando se convirtió en la mano derecha -¿o era la izquierda?- de Felipe González.

Figura incontestable del Partido Socialista y de la Transición española, sus frases para la historia han dejado de él una caricatura que no le hace justicia: además de lo dicho, llamó Señorita Trini a la Jiménez y Bambi a Zapatero (parece que sin querer). Y ha largado lo suyo del "partido de los pájaros". De la niña de Rajoy decía: Se busca a una niña, lleva un bonobús, la acompaña un abuelito jubilado de Endesa con una pequeña pensión... y así hasta el delirio.

Él es (y fue, lo fue mucho) un hombre culto y sensible al pueblo, a la verdad y a la hondura. No tenía la seducción en la mirada como su colega, cierto, pero la tenía en el alma y una vez, en un homenaje a Fernando de los Ríos, contó que cuando llegaron los primeros jeeps a León los lugareños les sacaron pasto para que comieran, y con ésta y dos historias más le arrancó a la sala un Viva la República y una ovación que todavía se recuerdan.

Era difícil ser poeta y culto en aquellos días de aparente gloria socialista, en los que las ratas del franquismo seguían siendo ratas, al fin y al cabo, y allí estaban, medrando y reconvirtiéndose a la democracia con sus clanes enteros, trabando todo avance. Tampoco era fácil ser segundo de González. Tan segundo de él era que hasta el segundo apellido de Guerra es González. En los comienzos de su relación, cuando tramaban un mundo mejor y un PSOE dirigido desde la España clandestina, y no por el sanedrín de Llopis y otros carcamales en el exilio, Felipe tenía mirada de halcón y Alfonso la tenía de grajo.

Fue segundo en el partido. Fue segundo en la Constitución (no importa que los padres fueran otros y que se hayan pasado desde entonces posando para todos los retratos al óleo: él no sería padre pero fue tío carnal, y se lidió los 169 artículos en un apoteósico mano a mano con Abril Martorell en las Cortes. Un faenón de pañuelos). Pero en 1991, cuando su amor eterno con Felipe daba sus últimas boqueadas, el escándalo de su hermano Juan lo condujo a dimitir como vicepresidente.

Tres años después moría oficialmente el guerrismo (el socialismo pese a todo) a manos de los renovadores (el pese a todo a secas). Entonces, Alfonso tenía ya mirada de águila y a Felipe se le iba poniendo de gallinazo. ¿Qué lo mató? No se sabe. Lo que se sabe es que ese día de 1993 del que se hablaba al principio, en un coche oficial, Guerra vio a Felipe pedirle a un tercero que iba a bordo que saludase por él a la gente, total, nadie lo iba a notar con los cristales tintados.

"El ejercicio del poder ahoga muchas pasiones", escribiría de eso Alfonso en la primera parte de sus memorias, Cuando el tiempo nos alcanza. De aquella tanda hubo muchos que no sobrevivieron a sus patillas. Alfonso Guerra, el único hombre de la Tierra capaz de espetar cosas bonitas, sigue siendo hoy el rey del Huy lo que ha dicho desde su revista Temas. Eterno descamisao.

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