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La legión de las ánimas

Una iglesia escondida pero abierta todo el día, un misterio de la fe, una historia de fantasmas y un santo extraño. Y todo eso, en la Plaza Nueva. San Onofre.

el 23 mar 2014 / 23:30 h.

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15608200 El brillo del ostensorio es el elemento más llamativo de la visita a este oratorio en el que jamás faltan adoradores, sea cual sea la hora del día. / fotos: Inmaculada Díez Contra lo que algunos quieran creer por tratarse de la capilla de San Onofre, esta aventura de hoy no comienza en la Sevilla del siglo XVI ni en un antiguo convento franciscano del que apenas se conserva nada. Tampoco en los libros polvorientos que recogen las lágrimas lloradas por la ciudad que se perdió. Ni menos aún en un lejano desierto, allá por los primeros tiempos del cristianismo, junto a la gruta del viejo santón que da nombre al lugar. No. Esta nueva etapa en el recorrido por la Sevilla extravagante, siempre en compañía de la cicerone Inmaculada Díez, comienza hace 21 años en la ciudad de Nueva York, en el seno de una familia de creencias repartidas:el padre, judío; la madre, protestante. «Yo nunca fui creyente», contaba ayer Brad Waters, el hijo. «Jamás me preocupó especialmente la religión. Pero eso iba a cambiar». La capilla de San Onofre es, hay que decirlo antes de seguir con el relato, un lugar extraño y concurrido. Y no en vano: existe un plan celosamente organizado para acudir allí (un plan divino, podría decirse), del que se hablará más adelante. El silencio que se espesa entre sus paredes, mezclado con el aire respirado de la veintena larga de devotos que lo frecuentan en las horas principales (los que entran por los que salen, como las gallinas), forma un amasijo opresivo que se alivia cada medio minuto: es lo que tarda en abrirse la puerta para que llegue o se marche algún adorador o, menos frecuentemente, un turista despistado con su mochila y su expresión de estupor. Lo que sí entra constantemente, metiendo codos en esa populosa convención de mudez, es el ruidillo inevitable de la Plaza Nueva, la campanilla del tranvía y el trompeteo de los músicos, cuando acampan cerca. Ahí dentro, meditando más o menos inmune a la llamada de sirena de la vida callejera, es frecuente encontrar a Brad Waters. O mejor dicho: a Mateo. «Ese fue el nombre que me puse cuando me convertí», cuenta: «Mateo». El fenómeno no se produjo como resultado de ningún proceso de maduración interior, ni tras mucho preguntarse y reflexionar acerca del sentido de la vida y la trascendencia; no fue por influjo de nadie, ni debido a lecturas providenciales. Sencillamente, «entré en el Gran Poder». Eso bastó. «Fue al ver al Gran Poder. Nunca antes había entrado en una iglesia; era algo que no me había atraído. Y fue instantáneo». 15608204 Brad Waters. «Eso sucedió cuando vine a Sevilla, hace 21 años», recuerda Mateo, y aquí sigue. La razón por la que un neoyorquino relativamente joven, amante de la vida y escéptico reconvertido gracias a la imagen de Juan deMesa, es el protagonista de la visita de hoy a la capilla de San Onofre está en que el señor Waters es el secretario de la Adoración Eucarística Perpetua que se celebra (de forma permanente, como su nombre indica) en dicho recinto religioso enclavado en la mismísima Plaza Nueva, junto al edificio de Telefónica. En una de esas idas y venidas del portón de la iglesia, quien salió a la calle fue la guía Inmaculada Díez. «Me ha parecido una capilla muy acogedora». Esas fueron sus primeras palabras. «Hoy estaba llena, había gente de todas las edades, sobre todo muchos jóvenes», decía, con cierta sorpresa tal vez. Si la asistencia a los templos y a sus cultos ha decaído hasta niveles nunca antes vistos desde que se proclamó la laicidad del estado español, en efecto resulta llamativo el lleno de este oratorio a cualquier hora del día y la proporción de jóvenes en su composición social. La razón está en esas tres palabras que se apuntaban antes con mayúsculas: Adoración Eucarística Perpetua. Según los postulados de este movimiento de fieles, «la capilla de adoración perpetua es el espacio de gracia y recogimiento que permite a las personas, en cualquier momento, abrir una brecha en el ajetreo cotidiano para encontrar el sosiego y la paz que viene de la presencia divina». Puede que de ahí provenga esa sensación hospitalaria que percibe Inma en su visita. «No sé cómo la gente no está aquí todo el día», exclama Mateo, sonriendo después de su exageración al reconocer que la vida, incluso la del más pintado de los feligreses, también incluye otras cosas. 15608202 Retablo de la Trinidad. Desde 2005, la capilla de San Onofre está dedicada a este culto singular. En ella radica la Hermandad de las Ánimas, una comunidad fraternal dedicada a rezar por las almas del purgatorio, conformada por apenas cuarenta miembros y nacida en 1520 al amparo del convento al que perteneció este pequeño templo, que hoy día aparece descontextualizado y disimulado tras su fachada de arquitectura civil en la Plaza Nueva. Y en San Onofre conviven también, turnándose para cubrir todas las horas de la semana, los 600 adoradores apuntados al culto rotatorio de Dios. Una discreta placa y algún mendigo también casi perpetuo marcan la entrada al lugar, indistinguible, por lo demás, del resto de los inmuebles de la plaza. Es casi todo lo que queda del viejo convento Casa Grande de San Francisco, fundado al poco de la reconquista de Sevilla por el rey Fernando III, a mediados del siglo XIII. Era un recinto de dimensiones colosales, por lo que se sabe: bastante mayor que la plaza a la que se asoma. Tras diversas vicisitudes a lo largo de su longeva historia, fue incendiado por los franceses en el siglo XIX, al poco fue exclaustrado en virtud de la desamortización de los bienes eclesiásticos de Mendizábal y finalmente, en 1840, fue derruido, perdiéndose por la ciudad su memoria y dispersándose sus bienes. De aquellos tiempos conventuales queda, junto con la capilla, el fantasma que traía con ella. Tal vez, el más antiguo de Sevilla o, al menos, de los más veteranos. La leyenda que recoge su existencia parte de un supuesto muy común en la mitología sevillana: el arrepentimiento de un caballero madurito que, tras haberse corrido todas las juergas imaginables y haber destrozado una buena porción de corazones femeninos y expectativas de casamiento –amén de otros pecados igual de habituales en ese gremio– estimó llegada la hora de ir preparando su camino al cielo, por lo que pudiera suceder. Con este objetivo, don Juan de Torres (ese era su nombre) ingresó en calidad de lego en la casa franciscana, tomándoselo tan en serio el hombre que no opuso ningún pero a cumplir con las recomendaciones de los monjes: ser piadoso, trabajar duro en el huerto o donde conviniese, mortificarse con las adecuadas penitencias y, naturalmente, rezar. En esas estaba una de tantas noches, orando a solas en esta capilla de las Ánimas y de San Onofre, un nada premonitorio 1 de noviembre de comienzos del siglo XVII, cuando vio aparecer a un fraile vestido para oficiar misa que se plantó ante el altar, esbozó un gesto de contrariedad, suspiró abatido y se marchó por donde había llegado, con su cáliz en las manos y en absoluto silencio. Tratándose de un encapuchado en un convento, la aparición no llegó a ser todo lo escalofriante que se requiere para que el sorprendido protagonista del relato diese un salto de la impresión y pusiera pies en polvorosa, como recomiendan nueve de cada diez ocultistas en estos casos. Al revés, volvió a la capilla en las noches siguientes y contempló, admirado, como el colega reaparecía una y otra vez, repitiendo los gestos y su ostensible disgusto. A base de fijarse, el arrepentido Torres llegó a la conclusión de que la figura que acudía cada noche a oficiar la eucaristía en vano era, efectivamente, un muerto. Un fantasma. Y como la leyenda lo presentaba a él como un bizarro caballero, en atención a su buena imagen no tuvo más remedio que esperar a que volviese a manifestarse una noche más y ofrecerse a ayudarle a dar misa. Así lo hizo. El espectro accedió con un cabeceo. Y tras la celebración litúrgica, que completaron entrambos como buenamente pudieron, el extraño monje le contó que su alma estaba condenada a no descansar en paz hasta que oficiase la misa de difuntos que se le había olvidado dar una vez, en vida. Por culpa de aquello, el fiambre del perjudicado por aquel acto de desmemoria tuvo que ponerse a la cola del purgatorio y pedir la vez al último. De este modo, habiéndose saldado la deuda, el monje fantasma se desvaneció, según dicen, para siempre. Aunque ciertos investigadores de misterios sevillanos no están tan de acuerdo con ese detalle de que la historia no haya vuelto a repetirse. Hoy día, de volver a asomar por el altar revestido con su casulla y pertrechado con su cáliz por habérsele olvidado sabe Dios qué otra cosa, el susodicho fraile no tendría serios problemas para encontrar asistentes que lo ayudasen a cumplir con el rito de la misa. Incluso de noche está abierto y frecuentado aquello. Así de tenaz es la legión de adoradores de la capilla de las Ánimas y San Onofre. Un caso excepcional en Sevilla. Que ya es decir. 15608208 Retablo de San Onofre. Por cierto: el hecho de que se rinda en Sevilla culto al egipcio San Onofre no deja de ser tan extravagante como esta guía. Al parecer, fue común en la cristiandad, durante cierto momento, el tomarse muy en serio a los eremitas y anacoretas que se retiraban a un peñasco a dejarse la vida en la meditación y la adoración a Dios. Tal era el caso del citado Onofre, uno de los llamados Padres del Desierto junto a muchos otros paisanos de su quinta que, quitando a Antonio Abad, lucían nombres también muy adecuados para aislarse de la sociedad de por vida: Pafnucio, Pacomio, Palemón, Menas, Serapión... Allí está, en la capilla, piadosamente representado con esas barbas tremendas que según dicen constituían todo su vestuario. Es una de las figuras que componen la devoción y la decoración del templo, junto con otras muy importantes, a decir de los entendidos: retablo mayor de Bernardo Simón de Pineda, finales del XVII, presidido por la Inmaculada y con el acompañamiento de los sevillanísimos santos Fernando y Hermenegildo. Otros tres retablos con las imprescindibles firmas de Pedro Roldán, Pacheco y Martínez Montañés. Un relieve de la Trinidad, una Virgen de Guadalupe del XVII... ¡un púlpito sin escalera por la que acceder a él! Y por encima de todo, protagonizando en términos absolutos la estancia, el ostensorio con la hostia consagrada, sobre el que recae la luz de un foco con la misma devota precisión que si el cielo se hubiese abierto ex profeso para tal menester. Lo cual conduce de vuelta, o de seguidas, a la persona de Mateo. «¿Cómo sé que Dios está más presente aquí que en otros sitios? Es una buena pregunta para la que no tengo respuesta que pueda expresar con palabras. Me imagino ahora al mismo Dios riñéndome: ¿Y tú qué dices que yo estoy más en un sitio que en otro?, ja, ja. Pero es así como lo percibo». «Por más problemas que tenga en lo alto, por muchas ocupaciones y muchos líos que tenga, siempre salgo de aquí con la cabeza clarísima, con la respuesta que necesitaba», dice el neoyorquino. «Y cada aspecto de mi vida ha ido mejorando, inesperadamente, desde que hago la adoración. Es como si se dijera que me mantiene en el camino correcto. Y sí, lo sé, Dios está en todas partes, en un parque, en una montaña, en una playa... pero yo sé que a mí no me pasaría lo mismo si me fuera a buscarlo a un parque, a una montaña o a la playa». Se ve que, además de otros beneficios, esta fe le ha abierto los ojos a la sevillanía más completa. «A mí, al principio cuando la vi las primeras veces, la Semana Santa me parecía un absurdo. Y ahora ya no puedo ni imaginarme yéndome de Sevilla entre el Domingo de Ramos y el Domingo de Resurrección. Y no tengo ni idea de cómo explicarle eso a mi madre protestante americana. Necesité cinco años para empezar a entenderlo. Pues esto es igual. Al final, lo entiendes». capilla de san onofre. La marquesina del tranvía y, detrás, la entrada a la capilla. Nunca se queda sola la capilla, ese es el trato. Los fieles adoradores se van apuntando en un grueso libro abierto sobre un atril, al final de la capilla. También hay formularios de inscripción. Y encima, se encargan de los gastos de mantenimiento. «Esos gastos los pagamos entre todos y con lo que se saca de los cepillos, y la Providencia, que siempre ayuda. Lo que se debe siempre supera lo que se tiene, y ahí seguimos. Son muchos los gastos: la calefacción, vamos a poner aire también, hay un guarda que vigila durante toda la noche para que no haya ningún contratiempo...». A ver cómo afecta la nueva factura de la luz al fenómeno de la adoración perpetua. Un paragüero blanco decora un costado de la entrada: hay que ahorrar en fregados. Un pobre de solemnidad, sucio como él solo, cabecea nervioso en el penúltimo banco, rodeado de otros fieles indiferentes a su falta de higiene. Se levanta, se arrodilla vistosamente antes de irse y, finalmente, sale por la puerta con cuidado. Diríase que va vestido solo con sus mugrientos cabellos.

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