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La lucha por la esperanza

el 20 nov 2011 / 18:40 h.

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Más allá de la constatación de que la profecía es una ciencia (y de que su resultado es tanto más exacto cuanto peor es el vaticinio), estas elecciones generales nos han proporcionado la confirmación terrible de que las minorías intelectuales e ideológicas y los movimientos ciudadanos efervescentes no tienen lugar en el coro oficial de voces del Estado, sus Cortes Generales, como tampoco lo tienen en los parlamentos autonómicos.

Hay quien lo vive como una pataleta: está en su derecho; otros se alegran porque les parece inquietante admitir a la mesa cualquier cosa que no sea lo mismo de siempre, como quien se niega a sentar a su cena de Navidad a un mendigo, no sea que toque el pan. Pero más allá de estas emociones y otras intermedias, la conclusión es que cualquier intento de ajustar el sistema al tiempo presente, de vitaminar la acción legislativa y de entusiasmar al pueblo en el debate ideológico y la participación política hay que hacerlo fuera del ámbito parlamentario.

Lo cual es una lástima, porque en democracia, las revoluciones deberían hacerlas los parlamentos, no contra los parlamentos o, al menos, a espaldas de estos. De modo que este 20-N ha sido cualquier cosa menos una fiesta de la democracia, como sabiamente apuntaba Raimundo de Hita en clave de reproche periodístico a los tópicos informativos de la jornada, llenos de monjitas e impedidos que van a votar, de candidatos que madrugan y luego se van a escalar montañas, pero vacíos de crítica, de ese ejercicio de cuarto poder que se le atribuye a la prensa, la mayoría de las veces de forma incomprensible.

Ahora hay nuevo parlamento electo, nuevo orfeón oficial de monísimos niños cantores, bajos con barba y sopranos gordísimas. El problema es que la Orquesta y Coros de la Democracia se queda en nada sin las voces disonantes. Vista la incompetencia del sistema para adaptarse a las emergencias y necesidades de cada momento, la prensa (y no digo los medios de comunicación, entregados al divertimento), la prensa tiene que despertar de su recompensado letargo, salir de ese fumadero de opio que es la servidumbre institucional y encabezar la manifestación diaria del pueblo soberano.

La prensa se tiene que poner definitivamente del lado de la gente, e influir en los poderosos hasta hacer que cambie el sistema electoral y se establezca uno nuevo más abierto, más democrático, más frágil para las mayorías y más sensible a las minorías. Probablemente sea necesario para ello ampliar el número de diputados, abaratar el escaño por así decirlo, y desde luego desmantelar ese ateneo llamado Senado que no sirve para nada. Pero nada de eso se hace: los músicos siguen tocando mientras el buque se hunde, los invitados siguen brindando en el palacio de invierno mientras la muchedumbre desahuciada se desangra sobre la nieve a machetazos de la caballería. Ha llegado el momento en que el periodista debe arrojar su servilleta sobre el plato con filos de oro y salir a la calle dando un portazo.

Es cierto: el 20-N no ha sido la fiesta de la democracia. Pero el 21-N sí que puede serlo. Y también en días sucesivos, sin descanso. Podemos perder la esperanza en lo que vayan a hacer los demás, pero nunca en lo que vayamos a hacer nosotros mismos, hasta donde nos lleguen las fuerzas. Con políticos o sin políticos, con prensa o sin prensa, con voz o sin ella, el mundo va a cambiar. Allá cada cual ante las profecías

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