Economía

La mañana que nos cambiaron las calles

Las pequeñas historias de cómo vivió el Centro el paro

el 29 sep 2010 / 18:24 h.

Marieta sabía muy bien de qué iba lo de ayer. Ella, con la picaresca que dan los años detrás de un mostrador, no quería perder tiempo de venta en su tienda de la calle Puente y Pellón. Precavida, antes de irse el martes instaló en la cerradura un sistema antipiquetes. ¿Cuál? "Eso no lo digo, que lo vas a poner en el periódico y se me fastidia". Secreto profesional. Funcionó. "El que evita la ocasión, evita el peligro", clamó triunfante. No todos tuvieron la misma suerte. O sí.

 

Después de lo vivido ayer en el Centro de Sevilla, está claro que los sindicatos se olvidan de un gremio con sus estrategias para evitar que las tiendas abran. Los cerrajeros bien pudieron frotarse las manos con tantas persianas atrancadas con sofisticados sistemas de blindaje: silicona, palillos de dientes... "A mi jefe lo han llamado unas cuantas veces", decía un cerrajero metido en faena en una tienda de la calle Sierpes. La dependienta esperaba resignada: "Lo he llamado porque me han puesto silicona en la cerradura y ahora me han dicho que se quita con vaselina". ¿Sería éste el secreto de Marieta?

Lo fuera o no, lo cierto es que durante las primeras horas de la mañana de ayer, las calles estaban distintas. Además del día de una huelga general, podría haber sido el día de la no recogida de basura, porque los contenedores del Centro estaban a rebosar, o el día de las persianas a medio subir. ¿Abro o no abro? Esa era la cuestión. La mayoría lo hicieron, aunque más tarde y después de que les pasara la manifestación por delante. Otros casi tuvieron un problema, pero no al abrir, sino al cerrar. En la calle Tetuán, el dueño de una tienda de artículos de piel era el único que se atrevía a subir la persiana antes de que los manifestantes cruzaran hasta Plaza Nueva. Su osadía recibió respuesta: los protestantes se metieron en su comercio e intentaron romper la cancela. Los ánimos, claro, encendidos. "Los chinos abren todos los domingos y no pasa nada, ningún sindicato va a protestar al Chinatown del Polígono Aeropuerto", criticaba un autónomo que había presenciado la escena.

Las calles, decíamos, estaban distintas. Los manifestantes nos las cambiaron desafiando, incluso, costumbres de fuerte arraigo. La primera, que el ruido no nos gusta. "¡La tormenta!", gritaba uno. Oídos tapados y ¡pum!, petardazo. "Me van a dejar sorda", decía una señora pegada a una pancarta. Otra costumbre, asumida hasta que la selección ganó el Mundial: las banderas, mejor guardadas. Nada más lejos de la huelga. Ayer había de todo y de todos: de UGT, de CCOO, de Izquierda Unida, del PC, de la República, del orgullo gay... hasta de Cuba y con la cara del Che Guevara. Que no faltara nadie.

Los que sí faltaron fueron los niños al colegio. A primera hora, la puerta del centro Ángela Guerrero estaba a años luz del trasiego de un día cualquiera: ni autobús escolar, ni coches haciendo cola, ni un pelotón de niños desfilando para las clases. Muchos pequeños pasaron la mañana de paseo o en parques como el María Luisa, que presentaba la estampa de un sábado. A la salida, a las dos, más de lo mismo. En la puerta, apenas una veintena de padres y de abuelos. Uno de éstos llegaba, feliz, a recoger a sus dos nietas. "Yo no he hecho huelga de abuelos, ¡por supuesto que no!".

A esa hora, la de comer, muchos bares que habían medio cerrado sus cancelas al paso de la manifestación sindical pensaban tener en funcionamiento sus barras. Era el caso, por ejemplo, de La Antigua Bodeguita de la plaza de El Salvador. Varios de sus camareros contemplaron en la puerta el paso de los manifestantes.

-Ya nos han preguntado a qué hora hay cerveza.
-¿Quiénes les han preguntado? ¿Sus clientes de todos los días?
-¡Qué va! ¡Los de las banderitas!

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