A veces el silencio es tan grande que aturde más que el ruido. Eso sucede en la Catedral, cuyos 142 metros por 76 de planta son un estruendoso manantial de silencio. Hay una Sevilla que busca sumergirse en él; en parte, por estar afrontando todavía la resaca de su semana más devota (semana en la que más de cien mil pies -nazarenos, penitentes, costaleros- se han posado en su suelo, del que aún parece manar incienso); pero también como contrapunto al jaleo feriante, del que apenas se puede uno esconder más que en lugares como éste.
Con todo, no hay una Sevilla cofradiera y otra feriante, en sentido estricto. Quienes comían torrijas y preparaban sus pies para la penitencia, ahora piensan en las gambas y el algodón de azúcar y repasan inconscientemente los pasos de las cuatro sevillanas. Así que también hay mucho amigo del farolillo dejándose caer por la Montaña Hueca, como la denomina la tradición. Y mucho turista: el año pasado por estas fechas superaron de lejos el medio millón (uno y medio al año), y aprovecharon, entre cofradías y castañuelas, para visitar el monumento más importante del municipio. La Catedral, que en primavera tardía también es mucha Catedral.
Todavía huele a azahar en la ciudad (por poco tiempo) y en la noche muda casi se escucha la marcha del Gran Poder. Mientras tanto, en los Remedios los esqueletos de las casetas comienzan a cubrirse. Lo uno ha pasado y lo otro aún no ha llegado, mientras la Catedral, que es lo contrario de lo efímero, permanece en pie en la Avenida de la Constitución desde 1507 venciendo a las estaciones y sobreponiéndose a las fiestas locales. Incluso aguanta, sin derretirse, los 50 grados de los agostos. ¿Hace cuanto que no va? Ha sido el refugio de guiris y sevillanos en las lluvias incesantes de este invierno, y lo será cuando llegue el calor infernal del verano. Ahora es primavera, y el azahar revienta en el Patio de los Naranjos. Mejor ocasión que ésta no va a encontrar.
En la calle Placentines está una de las entradas; la reconocerá rápido porque, a no ser que vaya temprano (antes de las 11, cuando abre), una cola enorme de extranjeros se extiende ante sus puertas, y diez gitanas intentan venderles ramitas de romero o una idea romántica sobre su futuro. A cambio, la voluntad o lo que sea. A los forasteros, entrar les cuesta ocho euros, pero para los sevillanos de la capital y la provincia es gratis (siempre y cuando enseñen el carnet).
Sucede algo cuando se atraviesa la puerta principal que, por habitual, no deja de ser mágico: una oleada de aire fresco sacude el cuerpo. Una vez dentro hay dos opciones: la primera, muy didáctica, consiste en unirse a uno de los numerosos grupos organizados con guía y seguir su lenta pero culturalmente nutritiva marcha por el templo de los templos, deteniéndose en cuadros con fama, capillas con obispo o sillerías con historia; también hay otra posibilidad, que es leer algo antes de ir y, una vez en la Catedral, dejarse llevar por lo que sugieran sus luces, sus sonidos, la curiosidad, la intuición. Se aprende menos que del otro modo, faltaría más, pero el disparo va directamente al estómago: las sensaciones son más fuertes. Esta modalidad es para repetidores o paisanos dispuestos a serlo, porque la visita nunca agota las posibilidades; quien elija la otra opción, aprenderá que Catedral en alemán se dice Kathedrale; en italiano, Cattedrale; y en francés, Cathédrale. En el idioma en que lo diga, dígalo bajito: allí (donde está prohibido hablar alto y correr), por no sonar, no suenan ni los pasos de los que la visitan, si acaso un poco a charco helado: un pudor virginal los empuja a andar casi de puntillas. Se perciben intermitentes los destellos de las cámaras con las que turistas y sevillanos esconden sus curiosos ojos: mal hecho, porque está prohibido disparar flashes. Está visto que las prohibiciones no rebajan la cifra de visitantes. En el análisis de las estadísticas de visitas a la Catedral llama la atención que la afluencia de público se mantiene alta en los días de Semana Santa y Feria, a pesar de que la caída de visitantes es notable desde hace un año.
Hasta sus sombras y sus ecos; hasta las cosas que no son, allí son solemnes. Brillo helado de la losa, algarabía con sordina de unos cuantos niños, la voz de un cura a la vuelta de una esquina, vencejos que pían aguerridos desde la calle, ganas de quedarse y a la vez de salir corriendo de allí para lanzarse de cabeza a la vida callejera, dolor de cuello de tanto admirar maravillas, joyas amontonadas en la penumbra... Cada espíritu tiene algo en lo que fijarse durante una visita que, amén del éxtasis y la mística, también tiene una buena dotación de siglo XXI: cajero, audioguías, tiendecita de souvenirs (con las inexcusables tazas), lavabos de hombres y mujeres, cambiador de bebés, folletos en un montón de idiomas, visita adaptada a personas con necesidades especiales... Le convendrá saberlo si finalmente se anima a ser, más que visitante, espeleólogo del arte. La montaña está abierta. Adelante.
De utilidad:
Qué: Visita a la Catedral.
Dónde: Entrada por la Plaza de la Virgen de los Reyes.
Cuándo: De lunes a sábado, de 11 a 17.30, y los domingos de 14.30 a 18.30 (la taquilla cierra siempre media hora antes).
Cuánto: Los nacidos o residentes en la diócesis de Sevilla (más o menos Sevilla y provincia) entran gratis. La visita general, para los forasteros, es de 8 euros, aunque también para ellos hay precios especiales: 2 euros para pensionistas y estudiantes menores de 26 años, y gratis para menores de 16 años acompañados de un adulto, parados y discapacitados junto con un acompañante.