Hoy por hoy, pasmados en el vértigo que vivimos, una imagen ya no dice nada. Tenemos que tener claro que cualquier retrato al uso es un cadáver icónico innecesario y vulgar. Por ende, prescindible. No hace tanto, se perpetuaba lo excepcional, cualquier estampa era un momento único que salvaguardaba el ser y la memoria.
Existían pocas representaciones familiares (a excepción de situaciones vitales concretas, caso de las bodas, coyunturas que recogían antes que una identidad real, una pose estereotipada). No se estaba acostumbrado a ver efigies y casi todas las posturas eran muy parecidas porque se resolvían de igual manera. Era un enfrentamiento ingenuo ante la cámara en el que el retratado, conscientes del poder eternizador de la máquina, siempre salía perdedor.
Desde la sublevación digital, sumidos en la espesura continuada de imágenes que habitamos (nos invaden desde todos sitios y a cada minuto), cualquiera tiene miles de instantáneas de él o de alguien conocido. Vemos tantas fotos que ya no nos llaman la atención, no nos interesan, su sentido se ha desgastado. Las representaciones excepcionales, esas que toman posiciones en el mundo del arte por sus peculiaridades, en este momento son los tiempos que no se conocen, los menos consumidos. Paradójicamente, los banales, los inexistentes, los misteriosos. Aquellos que no tienen importancia y anteriormente no se habían considerado. El documentalismo ya no nos sirve, ha agotado sus recursos y lo que nos ofrece nos resulta ordinario.
Ahora las imágenes nunca vistas son futiles e intrascendentes, son escenarios recreados y lugares simulados que no se habían tenido en cuenta. Antes no era preciso transitar esos terrenos tan hondos, no era necesario buscar el alma de las imágenes porque nos conformábamos, nos valía, sólo con su presencia. A fuerza de trivializarlo, el tiempo y el espacio que capturamos se han intelectualizado. Ha perdido magia, pero ha ganado en lirismo. Ya no es sólo lo que vemos, sino mucho más lo que pensamos o sentimos.