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La muerte de un Nadal

No es decoroso hablar de la muerte. Hubo tiempos en que sí, pero hoy día no. A la muerte se la arrincona, se la posterga, se la camufla, porque sólo inspira pavor. La muerte espanta, y el espanto es enemigo de una sana sociedad de consumo...

el 15 sep 2009 / 20:09 h.

No es decoroso hablar de la muerte. Hubo tiempos en que sí, pero hoy día no. A la muerte se la arrincona, se la posterga, se la camufla, porque sólo inspira pavor. La muerte espanta, y el espanto es enemigo de una sana sociedad de consumo. Hasta el luto, en cualquiera de sus manifestaciones, está mal visto en estos tiempos. Claro que no por mucho que eludamos hablar de la muerte dejará de rondarnos; como tampoco, por mucho que la mentemos, cobrará más sentido.

Esta semana, por sorpresa y para consternación de muchos, falleció Francisco Casavella, el último Premio Nadal, el decano de los premios literarios españoles. Lo hizo sigilosa y discretamente, de una vez, por así decirlo, con una contundencia definitiva; según parece, como él solía hacer todo aquello a lo que se entregaba.

Para quienes viven con valor y orgullo, afrontar la muerte igual es una consecuencia lógica; y, por justicia poética, me gustaría pensar que el irónico, el inteligente autor de Lo que sé de los vampiros afrontó el último reto con la misma presencia de ánimo con que afrontó el oficio de escritor. No llegué a conocerlo, pero me gustaría pensar que así fue. No imagino otra cosa de quien aseguraba que la vida era tanto y tan poco como una tragicomedia.

Casavella vivió y murió por la palabra. Recuerdo a la editora de Destino, Silvia Sesé, hablándome hace sólo unos meses de su literatura. La recuerdo haciéndolo con la emoción y el respeto que se le debe a las palabras que se toman en serio a sí mismas. Y recordando a Silvia, y recordando al mejor y más lúcido Casavella, se hace duro imaginar que el día de Reyes, hace menos de un año, con mil proyectos de vida, le quedaba tan poco tiempo para llevarlos a cabo. No era hombre que simpatizase con saraos y lentejuelas, y con eso también simpatizamos.

Como siempre se dice, pero qué verdad tiene la maldita frase hecha, nos quedan sus libros. Una gavilla de libros resume de manera conmovedora la vida del escritor. Ese montoncito de papel, a modo de urna de cenizas, eleva a ridícula y a heroica la vida de un hombre cualquiera, su lucha por algo insignificante, y su entrega por algo perecedero. Salud, y un brindis por el que se fue.

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