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La paz de los zócalos

Celebrar hoy la llegada del verano paseando a mediodía parece cosa de locos. De hecho lo es. Pero no siempre.

el 20 jun 2011 / 19:28 h.

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El piar tempranero de gorriones más bonito que tiene Sevilla está a espaldas del Museo, en la calle Bailén. Allí, con escolta de naranjitos, sobre adoquines y bajo el precioso contraluz de los cipreses y las palmeras del jardín de la pinacoteca, comienza un paseíto mañanero muy diferente que conduce hasta el Arenal. Un camino en sombras que hoy se propone aquí para que los sevillanos reciban al verano con un puntito de desplante altanero (como suelen hacer los reos con sus verdugos) y, lo que es más importante, sin derretirse vivos. Es lo que se podría denominar como la Ruta de los Zócalos. No sólo por los muchos que presenta, con sus clásicos colores sin nombre; sobre todo, porque el zócalo es en Sevilla una metáfora urbanística de la paz, la intimidad, el silencio, la sencillez, el alma de sus zaguanes, el susurro, la estrechez, el crujir de unos tacones a lo lejos, el olor a guiso de papas, la persiana amarrada al balcón con una cuerda verde. Y de eso se trata. De eso y de mucho más, como ahora se verá.  

De camino a tomar café, Bailén muestra dos esquinas muy dignas de admiración. La primera es la de la calle San Roque, porque no habrá visto nunca un poste indicador de un hotel, el Zaida, con más cartelitos pegados de gente ofreciéndose para trabajar. La segunda es la de San Pedro Mártir, donde podrá contemplar el azulejo que señala la casa donde nació Manuel Machado y, sobre ella, una señal deliciosa de las que apenas queda ya un puñado: la vieja flecha de bronce que marcaba el sentido de la marcha para los carruajes.

El desayuno va a ser en la cafetería Canalejas, 5, en la barra, bajo un chorro de aire acondicionado que disculpa el volumen casi un poquito alto de la música. Tostada con jamón serrano y salmorejo más un café, 3,60 euros. Si mira hacia la calle, se quedará pasmado con la inscripción del toldo del bazar de enfrente: pan-alimentación-fruta-alcohol. Diga usted si los exabruptos que semejante rótulo le hará exclamar desde lo más hondo de sus entrañas no valen con creces el importe de la consumición, aparte los méritos propios de ésta. Pues con semejante lectura ya sale advertido a esta calle de Canalejas que va de señorita y de torera pero también tiene un ramalazo canalla, con su cabina a la que le han arrancado de cuajo el teléfono, su olor a caballo, su llamarse la gente a voces si se encarta, sus castilletes y cimborrios, o comoquiera que se llamen esos remates preciosos de los caserones...

Así, mirando hacia las plantas altas, se descubre todo un universo del balcón, que no es sino otro nivel de contemplación; otra preciosa Sevilla en la que la gente, que por alguna extraña razón suele ser más de mirar recto hacia adelante, se pierde por lo general en sus paseos. Como se perderá, al torcer por la calle Cristo del Calvario hacia la iglesia de la Magdalena, los dos relojes de sol que decoran la fachada de ésta justo frente a la capilla de Montserrat. Y a pocos metros, en la esquina, otra formidable criatura: un plátano inmenso con cara de calamar, cuyas ramas le ponen un brillante cielo verde al ensanche de San Pablo, y sobre todo su tronco que parece un mosaico de madera. Quédese allí un rato: si eso no es Sevilla, no hay ningún sitio que lo sea. Y si le parece demasiado tiempo mirando a un árbol, cruce la calle para vivir la experiencia veraniega par excellence de la ciudad: la contemplación de las sillitas de playa y los juguetes de Osorno. Puede que no haya otra tienda en toda la capital que represente con más ganas el espíritu de las vacaciones familiares.

También a la sombra, allí en San Pablo, sorprende ver un quiosco tan nutrido de existencias que vende hasta sombreros. ¿No le gusta embelesarse con tanta rareza que no sale en las guías? Pues si la respuesta es que sí, que le gusta, doble la esquina de Mateo Alemán y siga por ella camino de la calle Zaragoza, gozando de más zócalos, más rejas antiguas y un airecillo fresco que a veces sube por ahí como creyendo que nadie se va a dar cuenta. Quentias, helechos, aspidistras y cintas le susurrarán algo desde los balcones, pero dos o tres faroles antiguos mandarán a callar a toda esa vegetación chismosa con su silencio de bronce polvoriento, que es lo que se impone en esa calle. Con semejante entretenimiento se desemboca en la esquina de un estiloso café llamado Alhucema, en cuyo costado se puede leer el siguiente letrero: Sres. Clientes: Por respeto al descanso de nuestros vecinos, ruego que a partir de las 23 h. si salen a fumar, por favor, no organicen tertulias. Fumen el cigarro y entren en el bar, gracias. Mayo 2011. La Dirección. Ahora se da cuenta de lo que se pierde por no pasear nada más que por donde siempre.

Calle Bilbao, Madrid y finalmente Zaragoza. Todo el mundo conoce el tramo más frecuentado y largo, que es el que conduce a la Plaza Nueva. Pero quien doble casi al final a la derecha, rumbo al Arenal, encontrará en el número 60 un portal de piedra, un portón de madera y la sombría entrada a la Casa de Santa Teresa. Entre a leer el rótulo que cuenta la historia y, si está cansado, allí tiene un banquito de obra formidable para meditar. Mas no medite mucho, porque allí al lado, en la esquina de Jimios con Joaquín Guichot, le espera reposo, refrigerio y una hucha metálica para las Hermanas de la Cruz en la Flor de Toranzo. Hablando de flores y de plantas. Mire desde esa esquina hacia la calle Harinas. ¿Ha visto alguna vez un ático más espectacular que el que le muestran sus ojos? Pedazo de paseo.

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